“En la aldea donde vive Sira, es costumbre que, cuando nace un bebé, su papá le fabrique un sonajero, porque su sonido, dicen, aleja las enfermedades. Sira quiso que el de su hermanito pequeño fuera diferente y lo pintó de verde. ¡Le quedó precioso!
En el pueblo todos saben que, cuando llega la noche, hay que guardar muy bien esos sonajeros, porque, con la oscuridad, el Pájaro Negro sobrevuela la aldea buscándolos y se los lleva en el pico a su nido en lo alto de la montaña. Una noche, sucedió lo que todos en la familia temían. El Pájaro Negro encontró el sonajero verde del hermanito de Sira y, sin que nadie se diera cuenta, se lo llevó a su guarida.
Cuando amaneció, el bebé no paraba de llorar. Había perdido el color de la cara y el brillo de los ojos. Su mamá no sabía qué le pasaba e intentaba calmarle acunándole en sus brazos. Cuando a mediodía regresó su papá de trabajar en el campo, se dio cuenta de que el sonajero no estaba. – ¿Qué vamos a hacer ahora?, preguntó mamá muy asustada. – Tendremos que recuperar el sonajero, dijo papá decidido. – Pero eso es imposible, nunca nadie ha conseguido llegar hasta el Nido del Pájaro Negro, el camino está lleno de peligros, se lamentó mamá. Sira, permanecía sentada a las puertas de la cabaña escuchándoles.
Mientras se abrazaba las rodillas, aunque lloraba por su hermanito enfermo. No podía permitir que se muriera el bebé y, como siempre había sido una niña muy valiente, decidió ir ella a buscar el sonajero.
Se levantó de un salto y, sin pensárselo dos veces, agarró la bolsa de tela que llevaba a la escuela y echó en ella todos los cacahuetes que pudo coger y un par de tortas de maíz. Sin hacer ruido, y a escondidas, emprendió el camino. Más allá de la fuente donde cada mañana recogía el agua, comenzaba el sendero en el que los niños tenían prohibido adentrarse.
Sira sabía que estaba desobedeciendo y el miedo hacía que le temblasen un poco las piernas, pero pensar en su hermanito enfermo le dio valor para continuar caminando.
De repente, cuando pasaba cerca de un gran charco de aguas estancadas, escuchó un ruido. Era un zumbido muy fuerte, parecido al de las tormentas de aire. Cuando quiso darse cuenta, tenía delante un enorme enjambre de Mosquitos Gigantes de esos de los que tantas veces había oído hablar. Eran tan grandes como ella y tenían una boca inmensa con unos dientes afilados como los de un león.
La mayoría de las niñas de la aldea no podían ir a la escuela, pero la mamá y el papá de Sira querían que estudiara igual que sus hermanos mayores y, por eso, no faltaba ningún día a clase. A Sira le gustaba mucho aprender, y siempre estaba bien atenta a lo que les contaba la profesora. Recordó que la maestra les decía que si alguna vez tenían un problema muy difícil de resolver, tenían que utilizar su imaginación y la cabeza. Y entonces, pensó que si los mosquitos tenían esa boca tan enorme con esos dientazos, seguro que eran muy comilones. Sacó los cacahuetes que llevaba en su bolsa y los esparció por el suelo. Los mosquitos se lanzaron a toda velocidad a comerlos y se olvidaron de ella, dejando el camino libre.
Sira corrió como nunca en la vida lo había hecho y enseguida los perdió de vista”.
“Había superado la primera prueba, pero sabía que todavía le quedaba mucho camino por delante hasta llegar a lo alto de la montaña. El sendero acababa en un río muy ancho que no tenía más remedio que cruzar si quería llegar al nido del Pájaro Negro. Sira no sabía nadar bien, pero ese no era el mayor de los problemas. Lo malo eran los Gusanos Azules que habitaban en el agua. Eran unos animales muy peligrosos que atacaban a todos los que intentaban entrar en el río e, incluso, a los que se acercaban a la orilla a beber.
Sentada a los pies de un árbol, Sira se acordó otra vez de su maestra. – La maestra siempre nos dice que si somos generosos recibiremos la ayuda de los demás cuando la necesitemos, pensó. Yo hago todo esto para ayudar a mi hermanito pero ¿a quién puedo pedir ayuda? ¡Aquí no hay nadie! En ese momento, el árbol empezó a moverse y los que estaban a su alrededor, también: – Hola pequeña, ¿cómo te llamas?, preguntó el árbol en el que se apoyaba. – Me llamo Sira, respondió con sorpresa la niña. – ¿Y qué te trae por aquí?, le dijo el árbol. Este no es un lugar seguro para una niña. Sira les explicó su historia y los árboles, conmovidos, inclinaron las ramas superiores hasta que sus puntas se tocaron suavemente.
Desde abajo, Sira los oía susurrar mientras movían las hojas. Tras un rato de deliberación, los árboles volvieron a erguirse, pidieron a Sira que se alejara un poco, y comenzaron a sacudirse con fuerza, para dejar caer sus ramas más viejas. Con ellas construyeron entre todos una balsa para que la niña pudiera cruzar al otro lado del río sin que los gusanos la atraparan. – Muchas gracias por vuestra ayuda, nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí, gritó Sira cuando llegó a la orilla de enfrente. – Suerte en tu camino, Sira, respondieron los árboles.
Sira empezó a subir la montaña. Ya estaba anocheciendo y las sombras la asustaban. Cerca de la cima, vio que el último tramo del camino estaba cubierto de pinchos envenenados que el Pájaro Negro había sembrado para defender su nido.
La valiente niña no desfalleció ante el nuevo obstáculo y, una vez más, usó la cabeza para buscar una solución. Mientras pensaba, sentada al borde del camino, acariciaba suavemente unas hierbas de mimbre que cubrían el campo que tenía al lado. Entonces, se le ocurrió un truco: usaría parte de ese mimbre para hacer una larga alfombra, como le había enseñado su mamá. Así podría pisar sobre los pinchos sin hacerse daño. Durante un buen rato, tejió y tejió, y cuando terminó, extendió poco a poco la larga alfombra sobre el suelo y andando con mucho cuidado, consiguió evitar los peligrosos pinchos. La noche había teñido todo de negro, pero la luna también quiso ayudar a la pequeña Sira y salió más llena que nunca iluminando todo con su luz blanca. Sira sabía que cada vez faltaba menos para salvar a su hermano y eso parecía darle alas.
Continuó el ascenso, y en menos tiempo de lo esperado, alcanzó el nido. Estaba tranquila porque, como era de noche, sabía que el Pájaro Negro estaría fuera un buen rato buscando sonajeros. Aunque el nido era enorme, tuvo que hacer un esfuerzo muy grande para conseguir asomarse a su interior. Cuando lo consiguió, descubrió que el nido estaba lleno de sonajeros que, durante años, el Pájaro había ido robando a los niños de la aldea. Sira localizó enseguida el de su hermanito, porque era el único de color verde. Lo cogió rápidamente y lo metió en su bolsa. Y luego, como sabía que cada sonajero salvaría a un niño, guardó en el saco y en los bolsillos todos los que pudo.
Contenta, emprendió el camino de regreso a la aldea, acompañada por el dulce sonido de los sonajeros. Mientras tanto, todos en la aldea estaban muy preocupados por ella. Llevaban toda la noche buscándola y sus papás estaban muy tristes pensando que podía haberle pasado algo malo. Cuando la vieron aparecer corriendo por el camino, se pusieron tan contentos que ni siquiera la regañaron por haberse escapado. Y su alegría se desbordó cuando la niña enseñó a todo el pueblo lo que traía. Uno a uno fue entregando los sonajeros a sus dueños y, cuando terminó, corrió a su cabaña para hacer sonar con fuerza el juguete verde ante su hermanito, que dormía feliz sobre su esterilla. El niño había recobrado el color y el brillo de los ojos, y volvió a ser un bebé sano.
Durante meses no se habló de otra cosa en la aldea. Nunca nadie había conseguido llegar hasta el pico de la montaña y ¡mucho menos una niña!, no podían entender cómo lo había logrado. Todos querían escuchar su historia. – Debes tener poderes especiales, le decían unos. – Y una fuerza como la de un león, le decían otros. Sira reía mientras movía la cabeza a derecha e izquierda, negando. – Sólo hice lo que la maestra me ha enseñado en la escuela: ¡Usé la cabeza y la imaginación para vencer los problemas!
La historia de Sira había hecho reflexionar a muchos padres, que decidieron que sus hijas también tenían que ir a la escuela. Sira siguió estudiando para lograr algún día que el Pájaro Negro se marchase para siempre de allí y que ningún niño más enfermase por su culpa”.