En cierta ocasión un joven pobre pero emprendedor fue a visitar a un viejo sabio, con quién inició una larga conversación. El joven le contó de sus sueños, sus deseos de superación y cómo pensaba volverse rico en unos pocos años. Lo tenía todo bien planeado: las metas que debía alcanzar, los caminos que debía seguir, el esfuerzo continuo que debía realizar. Es más, desde hacía ya un tiempo el joven se había puesto a trabajar con ahínco y ya tenía andado una parte del camino que se había trazado. El sabio observaba que en el joven confluían un enérgico entusiasmo, una consistente perseverancia y una claridad de ideas que sin lugar a dudas lo llevaría al éxito en su cometido.
Luego de tanto hablar, el joven le dijo al viejo:
– Se que cuando sea rico, cuando tenga dinero, joyas, oro y plata, mi vida va a cambiar. ¿Tendrá algún consejo para cuando llegue ese momento?
Con calma y dulzura el viejo se levantó de su asiento, tomó al joven de la mano y lo acercó a la ventana.
– Mira – le dijo -¿Qué ves?.
– Veo gente – respondió el joven
Entonces el sabio giró y lo llevó ante un espejo que se encontraba en una esquina de la sala, se apartó ligeramente y le preguntó:
– ¿Y ahora qué ves?
– Ahora me veo yo, me veo a mí mismo – dijo el joven con tono muy seguro.
– ¿Entiendes? – preguntó el sabio – En la ventana hay vidrio y en el espejo hay vidrio. Pero el vidrio del espejo tiene un poco de plata. Y cuando hay un poco de plata uno deja de ver gente y comienza a verse solo a sí mismo.
El dinero no es malo de por sí. Es necesario y bueno tener dinero. El problema es cuando toda nuestra existencia gira en torno al dinero, entonces sin darnos cuenta nos podemos volver sus esclavos.