Cuenta la leyenda que hace mucho, mucho tiempo, en la sabana vivían una hiena y una liebre que eran muy buenos amigos. Pero la hiena engañaba a la liebre y cada vez que la liebre conseguía pescar un pez grande, era la hiena quien se lo comía. Para conseguirlo, la hiena inventaba juegos trucados y acordaba con la liebre que se comería el pez quien ganara. Siempre ganaba ella. Siempre hacía trampas.
Pero la liebre se cansó. y un día, la liebre pescó un gran pez y le advirtió a la hiena:
– ¡Hoy es mi día! ¡Hoy me comeré yo solo este gran pez!
Pero la hiena le contestó:
– No lo hagas, liebre, este pez es demasiado grande para un estómago tan pequeño. Se estropeará antes de que puedas comértelo todo.
– Vaya, es cierto- dijo la liebre- Pero no importa: lo pondré a las brasas por la noche en trozos pequeños para conservarlo. ¡Estará muy rico!
La hiena se moría de la envidia. No podía dejar de pensar en el pescado de la liebre. ¡Tenía que conseguirlo! ¡Tenía que comérselo ella! Así que pensó un plan para satisfacer su egoísmo.
Llegó la noche, y la hiena cruzó el río, con cuidado de no hacer ruido. Se acercó hasta donde dormía la liebre. A su lado podía ver la parrilla con trozos pequeños de pescado. ¡Olía fenomenal La hiena se relamía de gusto, y se reía de la liebre. Se imaginaba la sorpresa que se llevaría al despertar y ver que le habían robado el pescado.
Pero lo que la hiena no sabía, es que la liebre en realidad se hacía la dormida, pero estaba despierta y muy atenta a lo que la hiena hacía. Y cuando la hiena agarró el primer trozo de pescado, la liebre se levantó rápidamente, agarró la parrilla que estaba encima del fuego y corriendo tras la hiena le azotó con ella, mientras la hiena aullaba de dolor, de ira y de rabia.
La hiena acabó con todo el cuerpo marcado con las barras de la parrilla y desde entonces muchas hienas tienen la piel rayada y odian a las liebres.