De paso acompasado, con los anteojos puestos, alzando los pies con majestuosa precaución, iba la cigüeña, clavando a cada rato su largo pico en el suelo húmedo, matando y tragando por familias enteras los sapos, las ranas, las lagartijas y demás inocentes bichos.
Sin más defensa que sus quejas, los pobres en vano le pedían piedad, y la llanura resonaba del triste coro de sus ayes y de sus maldiciones al terrible tirano.
Impasible, seguía su obra la cigüeña, indiferente a quejas que no entendía; encontrando, sí -aunque llena de tierna indulgencia-, que todos esos infelices, realmente, metían demasiada bulla con sus gritos y que harían mejor en callarse…
En la falda del bañado, conversaban en aquel momento la mulita, la vizcacha y el zorrino.
-¡Mira! -dijo la mulita-. Ahí está la cigüeña. Habrá venido a pasar su habitual temporada. ¡Cuánto me alegro! Pues, es un gusto pasar un rato con tan buena persona.
-Cierto que es muy buena persona, y tan reservada- afirmó el zorrino.
-¡Excelente persona! -dijo la vizcacha. Y los tres formando coro: -¡Excelente persona!- repitieron con convicción.
Según el juez, es el juicio.