A la escuela iban juntos chicos y chicas. Una de éstas, que se llamaba Celia, era la hija del dueño de la pastelería de la esquina, en la que además de pasteles había toda clase de dulces. Todos los chicos procuraban ser amigos suyos porque, además de ser guapísima, siempre llevaba los bolsillos llenos de caramelos. Por eso era bastante presumida, pero a pesar de todo le preguntó a Cucho:
-¿Le gustan los pasteles a tu abuela?
Cucho se quedó pensativo y condescendió:
-Bueno, pero solamente si son de crema.
Un día, don Anselmo, el director de la escuela, se dio cuenta del tráfico de bocadillos entre la clase y Cucho, y se enfadó muchísimo. Don Anselmo era bizco, llevaba gafas, barbas, y tenía que estar casi siempre enfadado para que los chicos no le tomaran el pelo. Es decir, los nuevos se asustaban nada más conocerle, pero luego, según le trataban, se les pasaba el susto porque a lo más que llegaba era a gritar. En cambio, la señorita Adelaida, que era de las maestras, hablaba siempre muy suavecito, dándoles muchos consejos de toda especie, pesadísimos, aburridísimos. Y si los alumnos no le hacían caso, con la misma suavidad llamaba a los padres del desobediente, que se la cargaba.
Don Anselmo se enfadó muchísimo con lo del tráfico de bocadillos, emparedados y pasteles, porque se pensó que Cucho se los quitaba a los chicos para venderlos.
Por eso le llamó a su despacho y le preguntó:
-¿Para qué les quitas el bocadillo a los otros chicos?
Quizá pensó que se los quitaba porque Cucho era de los más fuertes de la clase y, aunque sólo tenía diez años, estaba más alto que muchos niños de once y hasta de doce años.
-No se los quito, me los dan -le explicó el niño.
-¿Y por qué te los dan? -insistió el director sin perder su enfado receloso.
-Para que comamos mi abuela y yo. Es que mi abuela ya no puede trabajar. Se ha roto una pierna.
-Vaya, hombre… -empezó a balbucear compungido don Anselmo.
Balbuceó compungido porque se dio cuenta de que el chico llevaba los zapatos muy rotos y la ropa también se la notaba muy vieja. Le llamó mucho la atención que los botones de la camisa, en lugar de ir cosidos en su sitio, estuvieran muy de lado, de modo que al abrochárselos en los ojales le quedaba la camisa como estrujada.
-¿Y por qué llevas los botones en un sitio tan raro?
-Es que me los cose mi abuela. Pero como no tiene gafas y ve muy mal, cada vez quedan en un sitio diferente.
-Vaya por Dios -se condolió don Anselmo. Luego, se puso muy reflexivo, abrió un cajón de la mesa de su despacho y sacó unas gafas de aire antiguo, con uno de los cristales rajado, y se lo estuvo pensando un rato. Por fin se las dio a Cucho.
-Éstas son unas gafas viejas que yo uso para leer, pero que no las empleo casi nunca. Igual a tu abuela le sirven. ¿Cuántos años tiene?
Era la misma pregunta que no supo responder al dependiente de la tienda de óptica. Y, como seguía ignorando la edad de su abuela, le respondió poco más o menos que al otro:
-Es una abuela de las viejas. Quizá sea mayor que usted.
Don Anselmo se enfadó:
-¡Seguro que es mayor que yo! ¿Pero qué te has creído?
Se enfadó porque era un hombre joven, aunque la bizquera y las barbas lo disimularan. Cucho pensó que ya no le daba las gafas. Pero se las dio.
-Bueno, que pruebe tu abuela a ver si le sirven.
Cucho tenía la mala costumbre de no saber dar las gracias. Por eso cogió las gafas y se salió del despacho sin decir nada. El director pensó que el niño se marchaba enfadado porque le había acusado de quitarles los bocadillos a los otros chicos, y le volvió a llamar:
-¡Cucho!
El niño ya estaba en la puerta, pero volvió a entrar.
-Oye -le explicó don Anselmo-, me parece que muy bien que los alumnos te den los bocadillos, ¿sabes?
-Si, señor -asintió el chico.
-Me hubiera parecido muy mal que les quitaras los bocadillos para venderlos en la calle.
Esto último lo dijo corriendo, como quitándole importancia a la cosa. Pero le dio una excelente idea a Cucho.
La idea fue vender los bocadillos sobrantes en la plaza de España, muy cerca de su casa.
Al director le hubiera parecido mal que robara los bocadillos para venderlos; pero no dijo nada de vender bocadillos regalados. Por si acaso, no comentó con nadie lo que hacía con la cantidad de bocadillos conseguidos cada día en la escuela.
No los vendía por capricho, sino porque necesitaban dinero en el ático de la calle de la Luna, para pagar el alquiler. El primer mes se lo pagaron entre todos los inquilinos, pero también tuvieron la mala suerte de que, como el edificio era muy viejo y amenazaba ruina, algunos de los ocupantes se marcharon a vivir a otras casas y, por tanto, ya no les podían ayudar.
Sólo siguieron viviendo la portera, que era tan anciana como la abuela; don Antonio, un viejo músico, y doña Remedios, dueña de una mercería junto al portal.
Además, a la abuela le convenía tomar leche y ésa no se la podían dar los alumnos de la escuela. Por eso necesitaban dinero.
Un día, doña Remedios le puso los pelos de punta porque le dijo:
-Mira, Cucho, lo mejor para tu abuela sería meterla en un asilo. Estará muy bien atendida.
De momento, Cucho no comentó nada. Pero cuando fue a la escuela, se lo preguntó a Celia, la hija del pastelero, que además de ser la más guapa, era la que más sabía de la clase y siempre sacaba las mejores notas.
-Oye, Celia, si a mi abuela la meten en un asilo, ¿qué me pasará a mí?
La chica se lo pensó y, como si fuera la cosa más natural del mundo, le contestó:
-Pues a ti te meterían en otro.
-¿Pero hay también asilos para niños?
-Claro.
La niña lo dijo con frialdad, como si le importara un pito lo que pasara a Cucho. Por eso éste, disimulando su rabia, le comentó también con mucha naturalidad:
-Oye, Celia, no me traigas más pasteles para mi abuela. Dice que la crema de dentro está agria y le hacen daño.
La niña, en lugar de enfadarse, se quedó muy triste y con los ojos a punto de llorar. Por eso Cucho se marchó corriendo, fastidiado, ya que aunque Celia fuera una presumida y una sabelotodo, con él siempre se había portado bien.
José Luis Olaizola. Cucho.