A veces nos sentimos agobiados, angustiados porque vemos ante nosotros tal maraña de problemas, que no sabemos por dónde empezar. La situación nos sobrepasa. Nos sentimos pequeños e incapaces de afrontar nuestras preocupaciones. Ante estas situaciones, las más de las veces, optamos por recurrir a la estrategia del avestruz. ¡Ya vendrán tiempos mejores!
Sin embargo sabemos que esta es una mala elección. Sabemos que los problemas no suelen solucionarse solos y que, lo más probable, es que mientras apartamos la mirada, el número y el tamaño de nuestros obstáculos aumente sin parar. En este momento, si conseguimos acallar la voz interior del miedo y ponemos nuestra mente a trabajar, decidimos que lo más sensato es pararse y… priorizar, poner orden, decidir por dónde empezar. Porque siempre lo primero es lo primero.
A la hora de establecer esta priorización (de objetivos, de tareas, de decisiones) siempre suelen tenerse en cuenta dos variables: la importancia y la urgencia. La urgencia es fácilmente medible ya que está relacionada con el tiempo disponible, con los plazos. Sin embargo la importancia, más relacionada con el largo plazo, con el impacto y la transcendencia que tendrán nuestras decisiones, es algo más sutil, más intangible. Aquí es donde, nuevamente, nos atrapan las dudas y la parálisis: ¿qué es lo más importante? ¿Por dónde empiezo?
A menudo damos demasiada transcendencia a esta cuestión ya que, no tiene tanta significación por donde empecemos. Lo importante es empezar, es tener la sensación de que se está en ello, de estar en camino. Pasar de la preocupación a la ocupación es el cambio definitivo. Al final, tiempo habrá durante la travesía de ajustar el rumbo.
Con todo, si continuamos obsesionados en medir la importancia de las cuestione.. un consejo: La mayor parte de las veces, lo más importante es lo más evidente. Aunque si nos damos mucho tiempo para pensar sobre algún asunto, lo que en principio era obvio quedará sepultado por cientos de racionales argumentaciones. Nuestro cerebro se encargará de esconder lo evidente en un intrincado laberinto de explicaciones, motivos y justificaciones. La emoción secuestrada por la racionalidad.
Hay un chiste que ejemplifica bien esta idea.
Sherlock Holmes y el Dr. Watson decidieron pasar unos días en un camping. Tras una abundante cena y compartir una botella de buen vino, se desearon buenas noches y se acostaron en sus respectivos sacos.
Horas más tarde, Holmes despierta con el codo a su amigo diciéndole: -“Watson. Mira al cielo y dime: ¿Qué ves?”
Watson abre sus ojos, mira hacia arriba y contesta: -“Veo… Veo millones y millones de estrellas”.
-“Y eso, ¿qué te indica?- volvió a preguntar Holmes.
Watson pensó por un minuto y, plenamente decidido a impresionar a su amigo con sus dotes deductivas, contestó: – “Desde el punto de vista astronómico, me indica que existen millones de galaxias y, potencialmente por tanto, billones de planetas. Astrológicamente hablando, veo que Saturno está en conjunción con Leo. Cronológicamente, deduzco que son aproximadamente las 3:30 de la madrugada. Teológicamente, puedo observar la grandeza del Dios creador y la insignificancia del ser humano. Meteorológicamente, intuyo que mañana tendremos un hermoso y soleado día”.
Tras una breve pausa Watson continuó: -“Y a usted, querido amigo, ¿qué le indica?”
Tras otro corto silencio, Holmes respondió: – “Watson, cada día eres más tonto… Nos han robado la tienda de campaña”.