Erase una vez una ovejita que tenía un color distinto del de sus hermanas de rebaño, era negra.
Por esta causa, ellas le despreciaban y hacían objeto de toda clase de faenas.
Acostumbraban a darle mordiscos, patadas, y siempre procuraban ponerla en último lugar del rebaño. Cuando entraban en un prado a pastar, el rebaño entero intentaba que la ovejita negra no llegase a disfrutar de la más pequeña brizna de hierba.
Era la suya una existencia terrible.
Cansada ya de tantos desprecios, la ovejita negra se apartó del rebaño. Anduvo mucho tiempo por el bosque; al llegar la noche, se recostó, sin saberlo, sobre un montón de harina, por lo cual, al llegar el nuevo día, se había convertido en una oveja de color blanco inmaculado.
Sorprendida, volvió a su rebaño, y sus compañeras la proclamaron reina del rebaño, dada su bella apariencia.
Por aquel entonces se anunció en la comarca la visita del príncipe de los corderos, que venía en busca de esposa.
Fue recibido en el rebaño con grandes honores.
Mientras el príncipe observaba a las ovejas, comenzó a llover. El agua disolvió la capa de
harina que cubría a la ovejita, y ésta recobró su color negro.
El príncipe, encantado, la tomó por esposa. Al ser preguntado por la causa de su elección, este respondió:
—Es distinta de las demás, con eso me basta. Por fin el destino fue justo con nuestra ovejita.