Un caballo quería mucho a su amo; también lo quería mucho éste a él, porque era bueno y guapo, y siempre hubieran vivido en la más perfecta armonía, si el caballo no hubiera sido tan asustadizo.
Una rama meneada por el soplo de la brisa; un cuis disparando entre las pajas; un terú que de pasada lo rozase con el ala; la sombra de una nube, el ladrido de un perro, el chiflido del viento, todo era pretexto para que se espantara, cortara huascas y disparara.
Un animal bueno, pero enloquecido por el miedo.
Un día, iba montado por su amo, ambos medio perdidos en los sueños que tan corridamente nacen, se desvanecen y se renuevan con el suave hamaqueo del galope, cuando de repente toparon con una osamenta colocada en el mismo medio de la senda que seguían y tapada por yuyos altos.
Fue cosa ligera: el caballo pegó una espantada tal, que volteó sin remedio al amo en la zanja, y emprendió la carrera como perseguido por la misma osamenta. En la disparada loca, enceguecido por el miedo, sin tener otra idea que la de huir, huir lejos, huir siempre, puso la mano en una cueva de peludo y se mancó; se llevó por delante un alambrado de púa, dio vuelta de carnero, cayó del otro lado, torciéndose el pescuezo y lastimándose todo; cruzó cerca de un rancho, y los perros lo siguieron hasta morderle las patas; al querer escapar de ellos, atravesó a toda carrera un charco pantanoso donde pisó mal y se desortijó, y cuando por fin llegó, sin saber cómo, a las casas, manco, rengo, ensangrentado, medio descogotado, y sin el recado, sembrado por todas partes, el amo, furioso, le pegó una soba de mil rabias.
No hay peor consejero que el miedo, y a cualquier peligro, aunque no sea más que con bufidos, siempre hay que hacerle frente.
Godofredo Daireaux