En un corral vivían unos cuantos pavos. Gente de poca idea, muy vanidosos, haciéndose los importantes y creyendo serles merecido todo, se admiraban entre sí, aprobando siempre todos, con cloqueos entusiastas, cualquier pavada que dijese cualquiera de ellos, y bastaba que uno, hinchándose majestuosamente, dejase escapar un estornudo solemne, para que todos hicieran en coro: ¡glu, glu, glu, glu!
Con esto, mal vestidos y presumidos, insaciables y de mal genio, buscaban camorra a quien no tuviera para ellos una admiración incondicional.
Les llegó un día de visita un pájaro, al parecer su pariente, pero mucho más elegante en sus modales, bien vestido, aunque con cierta sencillez con una cola mucho más larga que la de ellos, y un copetito brillante mucho más bonito que el horrible bonete violáceo que tenían en la cabeza.
Lo empezaron, por supuesto, a mirar de reojo.
Saludó él con gracia: contestaron ellos con solemnidad y se entabló la conversación.
En lo mejor, el orador de los pavos, viendo que sus palabras poco efecto producían en el huésped, quiso hacerle una impresión irresistible y enseñarle que también ellos sabían ser bonitos; se puso tieso en las patas, estornudó fuerte y abrió la cola poniéndose la cara toda azul y colorada.
Todos sus compañeros lo imitaron, y quedó efectivamente estupefacto el pavo real, al ver tanta vanidad junta con tanta ignorancia. Quiso entonces enseñarles lo que realmente era digno de admiración, y ostentó, a su vez, el magnífico abanico de su cola.
Al ver, al comprender su inimitable superioridad, los pavos se juntaron, y en son de guerra, se abalanzaron para destrozar lo que no podían igualar.
El pavo real, alzando el vuelo, se asentó en lo alto del murallón y soltó la carcajada.