Azúcar y sal.

por chamlaty

Había una vez una casita toda de sal, donde vivían dos viejitos. La viejita estaba hecha de sal, y el viejito estaba hecho todo de azúcar. Y los viejitos se querían mucho, pero eran tan diferentes que a veces discutían. Al día siguiente se volvían a querer, pero de pronto se enfadaban y volvían a discutir.

Un día, discutieron tanto, que te tiraron los trastos a la cabeza, y la viejita, gritando mucho, le dijo:

– ¡Ya estoy cansada! ¡Fuera de aquí! ¡No te soporto más!

Y el viejito, muy triste, se fue de la casa. Y se le escapó alguna lágrima, pero como era todo de azúcar, no podía llorar mucho, porque podía derretirse.

El viejito decidió hacerse una casa de barro con sus manos de azúcar en la colina que estaba en frente de la casa de la viejita. Y su casa era realmente hermosa, pero él comenzó a echar mucho de menos a la viejita de sal, así que un día decidió ir con una taza y llamó a la puerta de la viejita:

– ¿Qué quieres?- le dijo ella, aún enfadada.

– Por favor, podrías darme un poco de sal para mi sopa?

– ¿Sal? ¡Si quieres sal, vete a buscarla al fondo del mar!

La solución al problema en Azúcar y sal
Y la viejita cerró la puerta con furia. El viejito, por su parte, se alejó muy triste. Y le apetecía mucho llorar, pero como no podía hacerlo para no derretirse las mejillas de azúcar, miró al cielo y le dijo a una nube gris que pasaba por allí:

– Por favor, nube, ¿podrías llorar tú por mí?

La nube, a la que le dio mucha pena el viejito, comenzó a llorar por él. Y llovía con tanta fuerza, que el viejito fue a refugiarse a su casa de barro. Y la casita de la viejita, que era toda de sal, comenzó a derretirse. Ella salió corriendo de allí. Y corría mucho, para evitar que los pies se le derritieran. Llamó a la puerta de la casa del viejito:

– ¡Por favor, viejito, déjame pasar o me derretiré!

– ¿Que te deje pasar? ¡Tú no me diste ni un grano de sal!

El viejito no quiso abrir la puerta, pero miró por la ventana y vio a la viejita sufriendo bajo la lluvia y decidió abrir la puerta, porque en el fondo, quería mucho a la viejita. Y ella al pasar abrazó al viejito y se fundieron en un beso. Y como la viejita era de sal y estaba mojada, se quedó pegada por un tiempo al viejito. Así que cuando al fin pudieron separarse, a ella se le quedó para siempre la boca de azúcar y a él se le quedó para siempre la boca de sal.

Los dos se quedaron a vivir en la casa de barro y ya nunca más volvieron a discutir.

Las relaciones sociales nos ponen a prueba: No es nada fácil convivir con los demás. Cada uno tiene su forma de ser, sus manías y peculiaridades. Para convivir hace falta poner en marcha un buen número de valores imprescindibles, como son el respeto, la tolerancia, la empatía… El viejito y la viejita de esta historia eran muy diferentes, tanto, que a veces se querían y otras no se podían ver. Y en lugar de usar el respeto y el perdón, discutían. Así que de tanto discutir, un día se separaron.

El amor lleva al perdón: En ‘azúcar y sal’, el viejito, a pesar de las discusiones, quería mucho a la viejita. Por eso muy pronto se arrepintió de separarse de ella. La comenzó a echar de menos y terminó perdonando para volver a intentarlo. El amor nos permite perdonar y sanar heridas.

Un viaje por todas las emociones: Si te das cuenta, el cuento de ‘Azúcar y sal’ refleja las emociones por las que todos hemos pasado alguna vez: alegría (los días que el viejito y la viejita se querían), ira (los días que discutían), tristeza (cuando el viejito y la viejita se separaron), miedo (el viejito echaba de menos a la viejita y en el fondo llegó a sentir miedo de perderla para siempre)… Las relaciones nos llevan a vivir todas estas emociones, y sí, a sentir arrepentimiento. Y no solo en el caso de las parejas. También sucede entre padres e hijos, entre amigos, entre compañeros de clase…

La única forma de convivir, la empatía: El viejito y la viejita de ‘Azúcar y sal’ dejaron de discutir en el momento en el que ambos tenían parte del otro. La viejita se quedó con la boca de azúcar y el viejito con la boca de sal. De esta forma, comenzaron a saber qué sentía el otro. Ponerse en su lugar hizo que de pronto sintieran más tolerancia y respeto por el otro.

«La empatía nos lleva a ser más tolerantes y respetuosos con los otros.»

 

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