El cultivo de oro.

por chamlaty

Hace muchos muchos años, según cuentan los más ancianos, en un recóndito lugar de Oriente, existió una pequeña aldea que vivía de los productos de la tierra. Pero un año, la terrible sequía echó todos los cultivos a perder, y los habitantes de aquel lugar no consiguieron recaudar nada de dinero.

El sultán de aquel lugar, que era un hombre muy avaro, no quiso perdonar los impuestos a sus súbditos, y les exigió pagar el mismo dinero que todos los años.

Los habitantes de aquel lugar estaban muy preocupados. ¿Cómo conseguirían pagar al sultán si no habían conseguido recaudar nada de dinero al no tener nada que vender? Desesperados, decidieron acudir a Ibrahim, el viejo más sabio del lugar. Él seguro que tenía alguna solución a su problema.

El viejo sabio escuchó lo que los vecinos le contaron y se quedó pensativo. Durante varios días siguió pensando, hasta que al fin, una mañana, se fue con un azadón a un cruce de caminos, un lugar por donde siempre solía pasar el sultán cada mañana. Una vez que llegó hasta allí, se puso a arar la tierra.

Cuando el sultán pasó por aquel cruce y vio al anciano haciendo surcos en la tierra, se extrañó, y le preguntó:

– Oye, anciano- le llamó el sultán-, ¿qué haces ahí trabajando la tierra en plena época de sequía?

– No planto cereales ni verduras, alteza, sino unas semillas especiales: son semillas de oro. De aquí crecerán plantas que me darán oro.

Al sultán se le encendió la mirada y, todo interesado, siguió preguntando:

– ¿Y da mucho oro esa planta?

– Oh, ya lo creo- contestó el anciano- Por cada planta que salga, conseguiré uno o dos kilos de oro.

– Vaya…

Entonces, el sultán, interesándole aquel negocio, propuso al anciano:

– Te propongo una cosa, ya que eres tan trabajador: Yo te daré todo el oro que necesites para sembrar. Cuando las plantas crezcan y puedas recoger el oro que produzca, puedes quedarte con una parte, y el resto de ganancias, serán todas para mí.

– De acuerdo- aceptó Ibrahim.

Así que al día siguiente, Ibrahim fue al palacio del sultán y pidió un kilo de oro para sembrar, y una semana después, le entregó… ¡¡ocho kilos de oro!! Así que el sultán, cegado por la avaricia, le entregó a Ibrahim cofres y cofres llenos de oro. Eran tantos y tan pesados, que el anciano tuvo que pedir caballos para transportarlos.

Una vez que llegó al centro de la aldea, el anciano repartió el oro entre todos los vecinos. Al fin tendrían con qué pagar al sultán.

Una semana después, Ibrahim acudió al palacio, pero esta vez llegó con las manos vacías. El sultán, enfadado, le preguntó por qué no traía el oro de las plantaciones.

El anciano, muy sereno, contestó:

– Alteza, como no ha llovido, las semillas de oro se han secado y la cosecha se ha echado a perder.

– ¿Cómo?- gritó el sultán- ¿piensas que soy tan tonto como para creer que unas semillas de oro pueden secarse?

– También pensó usted, oh, sultán, que de un trozo de oro podía salir una planta…

El sultán, totalmente avergonzado, tuvo que asumir que le acababan de dar una lección. Ibrahim salió orgulloso del palacio y el sultán no olvidaría jamás aquel escarmiento.

 

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