Trampolín era un sapo diminuto que vivía con su familia, en una charca de nenúfares. Aunque era pequeño de tamaño, tenía un sueño muy grande: ser el mejor saltador de todos los sapos.
Para cumplir su aspiración, decidió apuntarse al concurso de salto más importante del país, que se celebraba en el plazo de tres meses, en un estanque cercano a la charca.
Nada más hacer la inscripción, Trampolín comenzó a entrenar. Al principio, botaba muy bajo y los demás sapos le decían que no iba a conseguirlo, que sus patas traseras eran demasiado cortas y que sus brincos apenas le levantaban del suelo. Pero el sapito no les hacía caso, él seguía erre que erre intentando alcanzar más altura.
Trampolín subía por los tallos de los juncos, saltaba por encima de las hojas de los nenúfares, hacía carreras para fortalecer sus músculos y así, poco a poco, consiguió estar bien preparado.
Llegó el día del gran concurso. Había farolillos de colores y guirnaldas por todo el camino que conducía al estanque. Era un día de fiesta. Trampolín iba nervioso con el número cuatro en su espalda.
Todos los concursantes, se pusieron en fila. En total eran diez. El juez sapo iba dando la salida por turnos, con un sonoro ‘¡Croaá!’ y un jurado de tres sapos elegiría quién era el mejor.
Cuando llegó el turno de Trampolín, el sapito dobló sus patas con fuerza, después las estiró en el aire todo lo que pudo y dio un salto increíble.
Todos los sapos empezaron a croar de alegría y al acabar el concurso, los jueces decidieron que el ganador era el dorsal cuatro: ¡Trampolín!.
Moraleja: Quien trabaja con empeño, va consiguiendo sus sueños.