Sucedió en una pequeña aldea de Rusia. Maquinaba el sacristán de una parroquia cómo asesinar a un hombre sin que nadie sospechara de él. Después de mucho reflexionar, tuvo dispuesto su plan. Se dirigió a la habitación donde el párroco guardaba una escopeta y, con ella, de un solo disparo, mató al hombre que quería eliminar. Rápido, huyó para no ser descubierto. Se dirigió a la Iglesia y en ella, detrás del altar mayor, ocultó el fusil. Después fue donde el párroco y se confesó con él del crimen cometido.
Se empezaron a hacer indagaciones para descubrir al criminal. Fueron también a la casa del párroco, la revisaron toda ella, luego miraron la Iglesia y detrás del altar encontraron el arma con señales de haber disparado. Interrogado el sacerdote, manifestó que él era inocente, pero nada dijo del autor del crimen. Este mantenía una aptitud indiferente y serena para no levantar sospechas.
Los agentes acusaron al párroco de ser él el criminal. Y el tribunal le condenó a trabajos forzados a Siberia. Esta región de Rusia es extremadamente fría, con temperaturas bajísimas. Cerca de veinte años estuvo el párroco cumpliendo la condena de un delito que no había cometido. Pero él fue fiel a su deber. Tenía que guardar el secreto de confesión.
Al sacristán le llegó la hora de morir. Hizo reunir a todos sus familiares y amigos, incluso al sacerdote de la parroquia que sustituyó al antiguo párroco, y personas principales de la aldea. Delante de todos, postrado en cama, declaró que él había sido el asesino y que por su culpa estaba en Siberia el párroco al que condenaron. Aquel desgraciado, arrepentido de lo que había hecho, pidió a los presentes que hicieran los trámites necesarios para traer de Siberia al párroco. Pocos momentos después moría, pidiendo perdón a Dios de lo que había hecho.
Cuando llegó a Siberia la orden de poner en libertad al párroco, era ya tarde. Contestaron de allí que el párroco habla muerto ya.
El pobre párroco, extenuado por las privaciones y sufrimientos propios del destierro, había muerto cumpliendo con su deber.
Por Gabriel Marañón Baigorrí