Don Juan había pasado la noche, de agregado, en una vizcachera. Las huéspedas que lo habían alojado poco suelen carnear, y, como a este caballero la verdura no le gusta, estaba en ayunas y se disponía a dar una vuelta, a ver si cazaba alguna perdiz o cualquier otra cosa.
Al asomar el hocico divisó entre las pajas, brillantes aún de rocío, una bandada de charitas que jugueteaban. Sus ojos echaron chispas y se relamió el hocico; pero viendo que también estaban los padres, volvió a esconder la lengua.
Es que el avestruz es terrible cuando tiene pichones y que bien sabe don Juan que no es tarea fácil el cazarlos.
Con todo, se fue avanzando despacio, estirando entre las matas de paja la panza hueca, hasta muy cerca de las charas, y ya calculaba el brinco que iba a pegar, cuando el macho, viéndolo, se abalanzó sobre él, mientras la madre arreaba a su prole, aleteando y silbando.
Huir le hubiera gustado al zorro, pero no tuvo tiempo; en cuatro trancos, el avestruz había estado encima de él, pegándole patadas. Lo mejor, en este trance, era hacerse el muerto, y recibir con toda filosofía las zancadas que no se podían evitar ni devolver, y reflexionando el zorro que, si se mueve, el otro lo mata de veras, quedó tan inmóvil que el avestruz lo creyó muerto y fue a juntarse con la familia. Medio abombado por los golpes, el zorro quedaba tendido, esperando un momento favorable para apretarse el gorro, cuando vio que poco a poco volvía a acercarse a él la bandada de charas. Cerró los ojos y quedó tieso. El sol empezaba a calentar y las moscas vinieron a cerciorarse de si era cadáver o no. Los charas al ver las moscas, corrieron ávidos hacia él, y el padre les dejó ir; impidiendo que la madre, todavía inquieta, los detuviera, pues experimentaba cierta satisfacción de que vieran de cerca sus hijos al muerto que él había hecho en defensa de ellos.
De repente saltó el finado, agarró un chara y se lo llevó disparando hasta la vizcachera, alcanzando sólo el avestruz a darse cuenta de la catástrofe cuando no podía más que patalear de rabia en la boca de la cueva.
Hay pillos capaces, si se descuidan con ellos un rato, de llevarse robado, después de muertos, hasta el cajón fúnebre.