Erase una vez un perro viajero, que gustaba de la paz y huía del bullicio. Caminaba siempre solo y adoraba la naturaleza.
Había empezado un largo viaje apenas tres días antes. Ahora la jornada se terminaba y la lluvia le había acompañado durante horas y horas.
Llegó a una posada, rendido de cansancio y hambre; estaba empapado desde la cabeza a la punta del rabo.
Con gesto de satisfacción se reclinó en el suelo, junto al fuego de la chimenea, y allí se durmió.
En esto llegaron unos ladrones, quienes se pusieron a cantar y dar gritos. Despertaron a toda la posada, pero seguían metiendo bulla.
A nuestro perro se le ocurrió una brillante idea.
Con tranquilidad y resolución la puso en práctica.
—¡Que mala suerte he tenido! ¡Mira que perder por el camino ocho monedas de oro! Soy tonto de remate —dijo el perro, con gesto de pena, y en voz muy alta.
A poco, se hizo el silencio en la estancia. Los ladrones, a escondidas, fueron saliendo al camino.
Se habían creído la historia y ahora se disponían a buscar las monedas perdidas.
Se pasaron rastreando toda la noche, sin encontrar nada, como es natural. El perro, entretanto, pudo dormir con toda tranquilidad.
Su ingenio le había librado de tan molestos inquilinos.