Había una vez un hombre muy rico: tenía muchas mujeres, un gentío de servidumbre, un palacio con pórticos de mármol y jardines donde el agua jugaba en fuentecillas revestidas de mosaicos de oro.
Este hombre, absorbido de la administración de sus bienes, era inteligente y tenaz en el trabajo.
Desgraciadamente tenía un solo ideal: el dinero. Cuando un mendigo se presentaba a su puerta, lo echaba de mala manera diciéndole: “trabaja, y serás rico como yo”, su avaricia era tal que también prohibía a sus familiares cualquier gesto de generosidad.
Más también para él llegó el día en que, como acontece a cada mortal tuvo que morir.
En espera del juicio, las lamas de los muertos quedan cerradas en una habitación de la que pueden mirar por una ventanilla hacia el paraíso o el infierno, objetos de su esperanza o destrucción. En aquellas celdas se encuentran un poco de provisiones. Sin embargo nuestro hombre, fue cerrado en la celdilla sin ventana y en la que no había ni una escudilla de agua.
Desdeñado, empezó a protestar y a gritar en contra del trato inhumano reservado a él, así que Sidma, el guardián, fue a preguntarle la causa de sus protestas.
—¡Me han encerrado en una habitación oscura y sin provisiones! —gritó el pobre
—¿No lo sabías? —respondió sorprendido el guardián— si tú hubieses pensado en prepararte alguna provisión cuando estabas en la tierra, ahora la encontrarías aquí.
Nuestro avaro puesto en aprietos delante a la prueba evidente de su negligencia para la vida futura, suplicó a Sidma de obtenerle de Dios el permiso de regresar un mes a la tierra para enmendarle.
El guardián le consiguió dos meses de tiempo y lo reenvió a la tierra, con el pacto de que no revelase a nadie el privilegio excepcional.
Retornado entre los suyos, que pensaron que se había curado en el último instante de la enfermedad, se puso a comprar cantidades de harina, aceite, miel, almendras, azúcar y otros productos.
Movilizó a todas las mujeres del pueblo a preparar galletas, bizcochos crujientes, tortas
y —supremo objeto de su gula— una gran cantidad de donas tan buenas de comer con el té.
Había tomado a su servicio un panadero que, con ayuda de algunos ayudantes trabajaban día y noche cocinando dulces. Se vieron bien pronto colgar por los muros y por las vigas del palacio largos collares de rosquillas, mientras las mesas se llenaban de tortas y bizcochos.
Mirando crecer las provisiones de día en día, nuestro hombre se llenaba las manos pensando que tenía para comer por toda la eternidad.
Llegó finalmente el día de la licencia, y sucedió que la última horneada de galletas, tal vez por el cansancio del hornero, se quemó.
Propiamente, en aquel instante un mendigo tocó a la puerta. El avaro, esta vez consintió en darle un dulce, pero escogió para el mendigo, el más quemado entre los que se habían quemado en la última horneada, una pequeña galleta negra y hundido como un pedazo de carbón.
Después de algún instante llegó Sidma que lo volvió a llevar a la celda de espera. El hombre creyó que encontraría la montaña de provisiones que se había preparado en la tierra. Con desesperada sorpresa lo que encontró fue la galleta quemada que ofreció al mendigo. Entonces entendió… era muy tarde!