Había una vez un reino que estaba atemorizado por un terrible dragón, que estropeaba todos los cultivos y destruía viviendas. El rey, cansado del dragón, lanzó una proclama en la que pedía a todos los caballeros del reino que intentaran matar al dragón:
– ¡Aquel que consiga librar al reino del terrible dragón, será recompensado con grandes riquezas, y será nombrado primer ministro del reino.
Fueron muchos los que lo intentaron, pero todos acabaron perdiendo la batalla contra el dragón. Sin embargo, había un caballero muy ambicioso, llamado Ludvig, que tenía un plan.
Cegado por la ambición, le dijo a su fiel escudero:
– Hans, voy a matar al dragón y seré recompensado por el rey. Pero debes venir conmigo.
– Pero señor- dijo temblando el pobre Hans, que era muy joven- Nadie ha conseguido dar muerte al dragón, y todos ellos eran los mejores caballeros del reino… ¿cómo lo conseguirá su merced?
– Deja de protestar ya, Hans y recoge todo lo que necesitamos. Tú vendrás conmigo y mataremos al dichoso dragón.
Y los dos se pusieron en marcha, en busca del dragón, que se escondía en una profunda cueva de la montaña más alta del reino.
Ludvig, que era en realidad muy cobarde, no tardó en colocarse detrás del escudero Hans al comenzar a adentrarse por la oscura cueva del dragón. El caballero Ludvig se quedó rezagado, obligando a Hans a acercarse más y más hasta el lugar en donde estaba el dragón.
El pobre Hans se encontró de frente con el dragón, mientras Ludvig, se marchó corriendo, tirando en su huída su lanza. El escudero se escondió tras una roca. Pero antes consiguió recoger la lanza que su amo había tirado. Y a pesar del miedo, Hans se enfrentó al dragón: primero el terrible animal le lanzó una zarpa que casi le destroza, pero consiguió esquivar el golpe y aprovechó ese instante para lanzar la lanza contra el costado del dragón, con tal fortuna de acertar en el corazón.
Hans consiguió matar al dragón, ante su propio asombro, y salió corriendo para dar la buena noticia a su amo:
– ¡Señor! ¡Señor! ¡He matado al dragón! ¡Yo solito!
Y Ludvig, que aún estaba escondido tras un árbol, miró con una terrible envidia a su escudero.
– ¡Señor! ¡Seré famoso! ¡No me lo puedo creer!
El escudero Hans estaba pletórico. Ya se veía saliendo de su pobreza… mientras que su amo no dejaba de mirarle con envidia. Tanto, que planeó algo realmente terrible:
– Bravo, Hans- dijo Ludvig- Es fantástico para ti. Vamos a la cueva a cortar la cabeza del dragón. Dame la espada, que ya lo hago yo…
El bondadoso escudero no sospechó nada, y le ofreció la espada a su amo, quien se dirigió a la cueva junto a Hans. Primero cortó la cabeza del dragón, y cuando terminó, aprovechando la felicidad de su escudero, y que en un momento dado le daba la espalda, le dio un terrible golpe con la espada. El escudero cayó sin sentido, y uno de sus dedos, quedó seccionado.
– ¡Que pobre iluso!- dijo riendo el caballero- ¿Pensabas que iba a dejar que te llevaras tú toda la gloria? ¡Yo seré el nuevo primer ministro!
Y el malvado caballero cavó un hoyo tras unas rocas, en donde ocultó el cuerpo de Hans, y se fue corriendo a palacio para llevar la cabeza del dragón y cobrar así la recompensa.
El caballero Ludvig fue nombrado primer ministro y recibió muchísimas monedas de oro. Pero al cabo de unos meses, una pastorcilla que paseaba cerca de la cueva del dragón, entró a buscar una oveja que había entrado hasta donde vivía el dragón. Y al llegar al centro de la cueva, tropezó con un objeto alargado…
– Oh- dijo la pastorcilla- ¡Es un hueso! Puedo hacer una pequeña flauta con él…
Y la pastora, ya fuera de la cueva, hizo unos agujeros en el hueso y comenzó a tocar su nueva flauta. Pero, para su sorpresa, en lugar de escuchar la melodía que ella tocaba, cada vez que soplaba esa flauta, se oía esta otra canción:
– ‘Yo soy el hueso del pobre Hans, el escudero de un vil señor, que con mi muerte quiso ocultar que fui yo aquel quien mató al dragón’.
La muchacha, asustada, corrió al palacio para contarle al rey lo que acababa de descubrir. Al llegar, el monarca, lleno de curiosidad por la historia que contaba la pastora, la dejó pasar.
La pastorcilla entró a la sala del trono. A la derecha del rey se encontraba el malvado Ludvig, quien miraba con terror a la joven.
– ¿Y dices que la flauta explica quién mató al dragón?- preguntó el rey a la pastora.
– Sí señor… encontré un hueso en la cueva del dragón y fabriqué esta flauta, pero cada vez que la toco, suena una extraña canción…
– No se hable más, tócala, por favor… – añadió el rey.
Y la joven comenzó a tocar la flauta, mientras el primer ministro temblaba y temblaba sin parar… Entonces, volvió a sonar la extraña canción:
– ‘Yo soy el hueso del pobre Hans, el escudero de un vil señor, que con mi muerte quiso ocultar que fui yo aquel quien mató al dragón’.
– ¡Mentiroso, malvado Ludvig! ¿Qué hiciste a tu escudero? ¡Confiesa!- dijo muy enfadado el rey.
– Señor, fue un accidente… – se intentó disculpar el malvado caballero.
– Soldados… ¡lleven al calabozo al primer ministro! Y tú, pastorcilla, llévame hasta el lugar en donde encontraste el hueso…
– Sí, majestad, le diré dónde es…
La joven guió al rey hasta el lugar exacto en donde encontró el hueso de Hans. Y allí, con ayuda de unos soldados, cavaron un poco. Y de pronto encontraron el cuerpo de Hans, que estaba intacto, como dormido… ¡estaba vivo! Solo le faltaba el dedo meñique de la mano derecha… Hans despertó como de un trance:
– ¿Qué pasa’ ¿Dónde estoy!
– Ay, amigo- dijo el monarca- Acabamos de saber toda la verdad. Tuyo es el puesto de primer ministro y el dinero que ofrecí de recompensa.
Y así fue como al final Hans el escudero pudo disfrutar de la gran hazaña de haber matado, él sólo, al terrible dragón y recibir la recompensa. Y años después, incluso, se casó con la pastorcita que le encontró.
Aprende a ganar… y a perder: A nadie le gusta perder, pero forma parte de nuestro aprendizaje, y cuanto antes aprendamos a asumir una derrota, antes conseguiremos superar la frustración. Aprender a ganar no es simplemente resignarse sin más. Significa también valorar el esfuerzo del otro y felicitarle por su logro. De la derrota nosotros aprenderemos una humilde lección.
La humildad frente a todo: La envidia es una emoción destructiva, con otros y con nosotros mismos. En ‘Hans el escudero’, Ludvig fue capaz de intentar matar a su escudero por envidia y ambición. Pero, una vez que pensó salirse con la suya, descubrió que al final la verdad siempre se termina conociendo… Si en lugar de dejarse llevar por la envidia y la ambición, hubiera aceptado su derrota con humildad, tal vez su escudero le hubiera ofrecido parte de la recompensa.
«La verdad siempre termina por salir a la luz»