Había una vez un hombre que decía no tener suerte. Tan cansado estaba de arrastrar su según mala fortuna que un día decidió salir en busca del mismísimo Dios supremo para preguntarle el motivo de su mala fortuna.
Caminó y caminó durante varios días hasta que finalmente llegó hasta la orilla de un río.
Allí, tumbado junto a sus aguas, vio a un lobo que se encontraba extremadamente delgado y sin fuerzas. Cuando el lobo vio acercarse al hombre le preguntó:
-Hombre, ¿a dónde vas?
-Voy en busca de Dios para preguntarle el motivo de mi mala suerte- contestó el hombre.
-Hombre- dijo el lobo- si encuentras a Dios, ¿puedes preguntarle por qué estoy tan débil y delgado y qué puedo hacer para remediarlo?
-Sí, si encuentro a Dios se lo preguntaré, no te preocupes- contestó el hombre y siguió caminando.
Caminó y caminó hasta llegar junto a un inmenso árbol que había perdido todas sus hojas. Cuando el hombre pasó junto al árbol este le dijo:
-Hombre, ¿a dónde vas?
-Bueno… voy a buscar a Dios para preguntarle el motivo de mi mala suerte.
-Ah por favor, si encontrarás a Dios, ¿podrías preguntarle por qué estoy tan enfermo y qué puedo hacer?- dijo el árbol con voz cansada.
-Pierde cuidado, si lo encuentro se lo preguntaré.
El hombre reemprendió su camino hasta que, ya anocheciendo llegó a una preciosa casa rodeada de un cuidado jardín. De la casa salió una bellísima mujer que se dirigió al caminante:
-Hombre- dijo suspirando- ¿a dónde vas?
El hombre volvió a repetir su respuesta: -Voy a buscar a Dios para preguntar por qué no tengo suerte.
-Vaya, si fueras tan amable, podrías preguntarle por qué estoy tan triste y sola y qué puedo hacer- pidió la mujer.
-Por supuesto- contestó el hombre- cuando lo encuentre se lo preguntaré.
El hombre siguió su camino durante varios días hasta que finalmente, al dar la vuelta a una esquina, tropezó de frente con el mismísimo Dios.
-¡Ay!- dijo el hombre- ¡Por fin os encuentro! Mirad señor, he venido a buscaros porque quiero saber por qué no tengo suerte.
-Te aseguro que tienes mucha suerte- le contestó Dios- y qué además tu suerte está ahí fuera, esperándote. Sólo tienes que estar atento, buscarla y la encontrarás.
– ¿De verdad?- preguntó incrédulo el hombre- ¿De verdad que voy a tener suerte?
-Te doy mi palabra de que lo que acabo de decirte es cierto- contestó Dios un tanto ofendido por las dudas.
El hombre se puso tan contento que salió sin despedirse a encontrarse con su nueva suerte cuando, de repente, recordó las preguntas del lobo, del árbol y de la bella mujer y volvió sobre sus pasos para preguntar a Dios. Dios le escuchó y le dio una respuesta para cada uno. El hombre tras agradecerle su atención, se despidió y salió corriendo en busca de su fortuna.
Según desandaba el camino el hombre se esforzó por estar atento para poder encontrar su suerte. Enseguida llegó hasta la preciosa casa del jardín donde la bella mujer le esperaba en la entrada. Iba vestida con un escotado vestido que realzaba, aún más, su enorme belleza.
-Hombre, ¿encontraste finalmente a Dios?, ¿pudiste hablar con él?
-¡Oh sí!- dijo el hombre con entusiasmo- encontré a Dios y me dijo que mi suerte está por aquí, que sólo tengo que estar atento y encontrarla.
– Hombre, ¿le preguntaste a Dios por qué estoy tan sola y triste y qué puedo hacer?
-¡Ah sí! Dios me dijo que estás sola y triste porque vives aquí sola, pero que si consigues un amante… ya nunca más estarás sola y triste.
La mujer dejó caer sutilmente el tirante de su vestido y susurró con pasión al oído del hombre:
-Hombre, quédate a vivir conmigo en esta preciosa casa. Disfruta de mi joven y hermoso cuerpo. ¡Sé tú mi amante!
El hombre quedó boquiabierto ante tal proposición, incluso le temblaban las rodillas, pero entonces le contestó:
-¡Me encantaría! En realidad eres la mujer más hermosa que he visto jamás, la amante que siempre soñé pero, no puedo detenerme ahora. ¿Estoy buscando mi suerte! Está aquí, cerca, en algún lugar, Dios me lo ha prometido. Lo siento, pero tengo que encontrarla.
Y el hombre continuó su viaje pensando que si encontraba pronto su suerte volvería para convertirse en el amante de aquella preciosa mujer. Al poco tiempo llegó junto al viejo árbol.
-Hombre, ¿encontraste a Dios?
-Sí, lo encontré y, ¿sabes una cosa? ¡Mi suerte está por aquí, sólo tengo que buscarla y encontrarla!
-¡Oh, cuánto me alegro! – contestó el árbol. ¿Le preguntaste a Dios por qué estoy tan enfermo?
-Sí, también se lo pregunté. Dios me dijo que estabas tan enfermo porque enterrado entre tus raíces hay un inmenso cofre con un tesoro y si encuentras a alguien que lo desentierre tus hojas volverán a brotar con fuerza.
-Hombre, por favor, coge tú el tesoro.
-¡Oh árbol cuánto me gustaría poder ayudarte! Pero no puedo detenerme, ¿entiendes? Estoy buscando mi suerte, sé que está por aquí cerca. Tengo que ir a buscarla.
El árbol, desesperado, insistió: – Mira, tienes una pala ahí al lado. Sólo te llevará unos pocos minutos. ¡Por favor, sácame el tesoro enterrado!
-Lo siento mucho árbol, tengo que seguir con mi búsqueda, pero no te preocupes, seguro que pronto pasará alguien que te quiera ayudar- y el hombre siguió su camino.
Llegó hasta el río donde encontró al lobo aún más débil y delgado que antes.
-Hombre, hombre… ¿encontraste a Dios?
– ¡Oh sí lo encontré! ¿Y sabes una cosa? Mi suerte está por aquí, sólo tengo que ir a buscarla y encontrarla.
-Hombre – susurro el hombre con sus pocas fuerzas- ¿le preguntaste a Dios por qué estoy tan débil y delgado y qué puedo hacer?
-¡Oh claro!- dijo el hombre servicial- Dios me dijo que si te comes al primer tonto que pase por aquí recuperarás tus fuerzas y ya nunca más estará débil y delgado.
El lobo lo miró, reunió las últimas fuerzas que le quedaban y, de un enorme salto se abalanzó sobre el hombre y lo devoró.