Aprendizaje inolvidable.

por chamlaty

Cuenta una antigua leyenda que tras su desastrosa derrota en Rusia, Napoleón se vio obligado a huir a toda prisa en retirada. Los soldados del ejército enemigo lo perseguían y no querían dejar pasar la oportunidad de acabar con su principal adversario en ese momento de debilidad. Se dice que en su huida, viéndose acorralado, tuvo que refugiarse en la casa de un viejo sastre judío. Cuando llegó allí, en medio de la noche, suplicó a sus habitantes que lo ocultaran de sus perseguidores.

El viejo judío, que no tenía la menor idea de quien era, se apiadó de él y decidió esconderle en un cesto en el que se amontonaban unas ropas viejas.

Apenas unos minutos después, se abrió la puerta y un grupo de soldados apareció preguntando por si alguien había buscado refugio en aquella casa. El judío negó con la cabeza e invitó a los soldados a registrar su casa. Los soldados buscaron precipitadamente en todas las habitaciones, incluso llegaron a clavar sus bayonetas en aquel cesto de ropa, pero finalmente, continuaron su búsqueda en otro lugar.

Cuando Napoleón creyó estar seguro abandonó su escondite y pálido como un fantasma se dirigió al judío para agradecer su ayuda: “Ahora puedo decirte quien soy – le dijo – y, puesto que me has salvado de una muerte segura, puedes pedirme tres cosas, que te las concederé.”

Por un momento el viejo judío no supo que contestar, pues siempre había sido una persona de necesidades sencillas, pero tras pensarlo un tiempo dijo: “Hace dos años que tengo goteras en mi tejado. Estoy muy mayor para repararlas y si no hago algo pronto el tejado se derrumbará sobre mi cabeza. ¿Podrías conseguir que alguien lo arreglara?”

Napoleón lo miró con gran sorpresa y le contestó: “Puesto que ese es tu primer deseo así se hará, pero ¿cómo es que pides cosas tan triviales? ¿Cómo no pides cosas más importantes? No olvides que solo te quedan dos cosas por pedirme.”

El judío pensó las palabras del emperador y buscó algo importante y necesario que le pudiera pedir. Tras unos minutos formuló la segunda de sus peticiones: “En esta misma calle hay una sastrería, es mi competencia y me quita los pocos clientes que aún confían en mis torpes manos. ¿Podrías arreglarlo para que él se mudara a otro pueblo?”

Desde luego este viejo está chiflado – pensó el emperador – Puede pedir cualquier cosa y está malgastando uno a uno sus deseos. “Bien se hará como dices. ¿Cuál es tu último deseo?” dijo Napoleón con cierta impaciencia.

Al escuchar que era su último deseo, el viejo realmente se concentró en buscar algo que realmente le mereciera la pena, cuando de pronto los ojos se le iluminaron y descubrió cuál iba a ser su última petición: “Quisiera saber… ¿cómo te sentiste cuando, al estar escondido en el cesto, los soldados agujerearon las ropas con sus bayonetas?”

Al escuchar sus palabras Napoleón enfureció. “Pero, ¿cómo se te ocurre preguntar tal desfachatez? Definitivamente tú no puedes ser más que un viejo loco que no merece vivir. Ordenaré inmediatamente que te fusilen.”

El pobre sastre lloró y suplicó el perdón del emperador, pero Napoleón parecía fuera de sí, y sus soldados ya habían atado al judío dispuestos a cumplir las órdenes. Sin duda aquellas extrañas peticiones habían ofendido gravemente al emperador francés.

Aquella misma madrugada, el sastre fue sacado de su celda y conducido ante un grupo de soldados armados con rifles. Le vendaron los ojos y lo ataron a un árbol. El capitán encargado de la ejecución emplazó a sus hombres y empezó la fatídica cuenta: “Preparados, apunten,…” Iba a pronunciar la última palabra cuando un oficial que había permanecido atento a toda la operación detuvo la ejecución.

Los soldados bajaron sus armas y el oficial se acercó al viejo. Mientras le quitaba la venda de los ojos le dijo: “El emperador te perdona y te manda esta carta.”

El viejo sastre tomó la carta con sus manos temblorosas y la abrió. La carta decía así: “He sentido exactamente lo que tú ahora. Tu tercer deseo se ha cumplido.”

Desde aquel día el sastre conservó como un tesoro aquella carta y… jamás, jamás olvidó lo que había aprendido.

Lo que aprendamos con la mente lo recordaremos algún tiempo, pero lo que aprendamos con el corazón, no lo olvidaremos nunca.

Como decía Confucio “Dímelo y lo olvidaré; enséñame y lo recordaré; implícame y aprenderé”.

 

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