Aguardando pacientes en una caja gris. Agarrados por una goma casi por el cuello. Algo incómodos. Saliendo de su encierro justo después de nacer el invierno, creen que sólo existe el invierno. Cumplir con su fin unos pocos días al año. Muy seguidos.
Extraídos con paciencia o con estirones, depende del año. Colocados en orden junto a platos de borde brillante con los que siempre se encuentran en estas pocas ocasiones. Una vez dispuestos, siempre han permanecido allí quietos, tranquilos, así que repiten su papel, no hay razón para cambiarlo; ocasionalmente trastocados o reordenados un poco, pero como anécdotas de un guion bien sabido.
Y cuando el ruido va subiendo de intensidad, de repente, suben y bajan, se escurren sobre el mantel blanco harto conocido, emborronado en rojo y amarillo, agua, almíbar de melocotón. Volando, de cabeza, de punta, de lado. Vacío, cargados, vacíos. Sentirse acariciados (¡un momento!) por una servilleta amiga, vista de año en año. Cantando a veces al golpearse contra el suelo. Rescatados las más de las veces, volviendo animados, esgrimidos, rozándose con aquella servilleta, rara vez reemplazados. Alguno que otro abandonado bajo la mesa para ser rescatado al final de la noche; quietos, a la espera. Quedarse allí abajo es casi desperdiciar un año, porque se conciben móviles, danzantes. Ninguno sabe el motivo último de por qué se mueven así, pero lo hacen. Viven el movimiento como un fin en sí mismo, sin ningún objetivo instrumental; desplazamiento elegante en el aire, o súbito, o sin ritmo; da igual. Desplazamientos en el aire, cargados, vacíos, cargados; esgrimidos.
Sintiendo que la limpieza inicial los va abandonando, manchándose, acariciando tejidos sonrosados o pintados de rojo, viendo de cerca por un momento marfiles blancos. Besados. Finalmente trinando unos contra otros, apelotonados, contra los platos casi desconocidos, como primos lejanos, viajando hasta otro mundo donde el jolgorio súbitamente disminuye. Terminando bajo el agua caliente en un espacio inoxidable, agotados, sudorosos, juntos, cabeza abajo, de espaldas, de frente, enganchados. Siempre ha sido así, todos los años. Siempre así, hasta que la tardes comienzan a extenderse, hasta que lo notan los bueyes y vuelven a colocarse, agarrados por el cuello, algo incómodos. Y así todo un año. En la caja gris,
Miguel Ángel Malo
La repetición como forma de existencia
Los cubiertos viven en un ciclo cerrado, casi eterno:
guardar → usar → manchar → lavar → guardar.
No hay progreso ni cambio real, solo variaciones mínimas dentro de un guion conocido.
Esto refleja cómo muchas tradiciones —especialmente las navideñas— se repiten por inercia, no por convicción. Se cumplen “porque siempre ha sido así”.
La rutina vacía de sentido
Los cubiertos:
No conocen el motivo de su movimiento. No tienen un objetivo final. Solo “se conciben móviles”.
Es una metáfora potente del ser humano atrapado en rituales sociales:
comer juntos, brindar, reunirse… sin preguntarse ya por qué.
La Navidad aparece así no como celebración, sino como acto mecánico, casi industrial.
La invisibilidad de lo esencial
Durante la cena: Hay ruido, caos, manchas, golpes.
Los cubiertos son tocados, besados, usados… pero nunca mirados. Del mismo modo, en muchas reuniones familiares:
Se convive sin verse realmente. Se toca sin conectar. Se habla sin escuchar.
La historia denuncia una presencia física sin presencia emocional.
El tiempo humano frente al tiempo de los objetos
Para los cubiertos: Un día intenso equivale a un año de espera.
Esto pone en contraste nuestra percepción del tiempo: lo que para nosotros es una noche trivial, para otros (o para nuestra propia memoria) puede ser todo lo que ocurre en un año.
La tradición como encierro
La “caja gris” y la “goma casi por el cuello” evocan: Orden Control Asfixia suave pero constante
La tradición no aparece como abrigo, sino como confinamiento:
algo que mantiene unidos, sí, pero también inmovilizados.
La melancolía de lo inmutable
El tono final no es de rabia, sino de resignación poética:
“Siempre ha sido así, todos los años.”

