‘El Miserere’, una leyenda de Bécquer

por chamlaty

Os contaré una extraña historia que me sucedió durante una visita a una vieja abadía navarra, la abadía de Fitero.

Curioseaba las estanterías de su extensa biblioteca, cuando me encontré con un libreto y unas partituras seductoras. Era… ¡un Miserere! Sí, esa composición religiosa que ensalza los famosos versos del salmo 50 de David, en donde se pide misericordia a Dios por haber pecado.

Puede que os parezca extraño que me guste ojear partituras, más aún sabiendo que no tengo ni idea de música. Pero me encanta observar todo es conjunto de símbolos… corcheas, semicorcheas… acompañados de anotaciones, normalmente en italiano.

Pero había algo en esas partituras que me llamó la atención: primero, que las anotaciones no estaban hechas en italiano, sino en alemán. Y la segunda, que la composición no estaba completa… faltaba el final.

Miré alrededor de la sala y vi a un anciano clérigo de la abadía. Decidí preguntarle:

– Perdone… ¿sabe usted qué es esto exactamente?

Y el hombre examinó con cuidado las hojas que le había entregado.

– Claro. Es un Miserere. Pero no uno cualquiera. Siéntese, joven. Le contaré la leyenda que encierra estas notas.

Dicho y hecho: el anciano clérigo comenzó a contar esta extraña historia:

Hace algún tiempo llegó hasta esta abadía un peregrino, un romero ya entrado en años, que buscaba alojamiento y comida por una noche. Le preparamos una habitación y él nos contó que venía de muy lejos, y que era músico:

– Hace mucho la música me dio fama y mucha gloria- nos dijo el romero- pero la juventud, la codicia y las malas influencias me lanzaron a cometer un crimen atroz, del que estoy terriblemente arrepentido. Por eso acudo en romería para pedir que se rediman mis pecados. Además… además tengo aún un proyecto que no consigo terminar.

– ¿El qué?- preguntaron con curiosidad los clérigos y unos pastores que le escuchaban con atención sentados a la mesa.

– Un Miserere.

– ¿Habéis escrito un Miserere?

– Ojalá lo hubiera escrito… es lo que busco. Lo he intentado mil veces. Un día descubrí el salmo 50 de David y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Era justo lo que buscaba, redimirme mediante la música. Si pudiera dotar de música a esos versos… Pero no puedo. No encuentro la melodía adecuada, las frases idóneas. He escuchado cientos de Miserere en todo el mundo, y ninguno me conmueve hasta tal punto de inspirarme para escribir el mío.

– Tal vez sea porque aún no escuchaste el Miserere de la montaña- dijo entonces un pastor.

– ¿El Miserere de la montaña?– repitió el romero extrañado.

– Sí señor… los que trabajamos en la montaña lo hemos oído bien, en cada Jueves Santo. Y todo por aquella atrocidad…

– ¿De qué atrocidad hablas? Explícate, buen hombre- dijo entonces el romero, muerto de curiosidad.

– De acuerdo, te contaré el origen de este escalofriante Miserere…

Y el pastor prosiguió hablando, con un tono enigmático:

– Hace mucho, en este lugar vivía un terrateniente muy rico, de buen corazón, pero que tenía un hijo codicioso y malvado. El hombre decidió donar su dinero para la construcción de un Monasterio y una iglesia junto al arroyo de Fiero. Y de paso, desheredó a su hijo, quien se inflamó al instante de ira y sed de venganza.

El Monasterio se llenó de clérigos y la iglesia otorgó una nueva vida a esta zona. Pero, a la muerte del terrateniente, el hijo, que había jurado venganza, consiguió reunir a un buen número de hombres y llegó por sorpresa al monasterio. Era un Jueves Santo, y los monjes estaban rezando. Los hombres, armados, mataron a todos los clérigos y prendieron fuego al Monasterio y a la iglesia. Aún quedan algunas ruinas, junto al arroyo, en lo alto del cerro.

Pero ahora viene lo interesante, escucha bien: Cada Jueves Santo, las paredes de las ruinas del Monasterio y de la iglesia tiemblan, de iluminan, y de las profundidades de la tierra comienzan a ascender las voces de los monjes muertos, entrelazadas y unidas en un mismo cántico: un Miserere. Tal vez pidan misericordia por haberles sorprendido la muerte sin estar aún preparados…

El pastor terminó de contar su historia, y tras un dilatado silencio, el peregrino alzó la cara y dijo entusiasmado:

– ¡En Jueves Santo! ¡Hoy es Jueves Santo!

– Sí señor- respondió el pastor- En unas horas comenzará el extraño acontecimiento, no lo dude…

– Pues entonces debo ponerme en marcha ya mismo.

– ¡No vaya! ¡No haga locuras!- dijo entonces uno de los clérigos- Hace mucho frío y viento…

– No me importa. Debo escuchar ese Miserere. Es el que busco, estoy seguro.

Y diciendo esto, el peregrino salió en dirección al risco del que le había hablado el pastor. A pesar del frío, el viento, y la lluvia, consiguió llegar hasta las ruinas del monasterio. Efectivamente, aún quedaban algunos pilares, contadas balaustradas, algunos arcos ojivales e incluso restos de hermosas vidrieras. Y el hombre se sentó a esperar, al tiempo que dejaba de llover.

Pero el tiempo pasaba, y justo cuando comenzaba a pensar que le habían engañado, escuchó con claridad las campanadas de un campanario inexistente. ¿De dónde venía ese sonido? Vibraba como si las tuviera ahí mismo, en lo alto de una iglesia destruida, abierta al oscuro cielo. Pero a partir de ese sonido, lo que pasó, fue demoledor.

De pronto los restos de vidrieras comenzaron a crecer, a completarse, igual que los arcos semi derruidos, los pilares y la bóveda. También la iglesia, comenzó a temblar y a reconstruirse, tejado incluido, ante los atónitos ojos del peregrino.

Después se iluminó, con una luz cálida pero muy intensa. La luz que desprendían los amplios ventanales no fue lo más llamativo… De pronto, un sonido comenzó a envolver al romero, unas voces que parecían nacer del submundo. Unas voces graves, profundas, que se retorcían de dolor entre los ruidos de la Naturaleza.

No se escuchaba música de ningún instrumento. La música la formaban los ruidos de la Naturaleza: el cantar de los grillos, el sonido de una lejana lechuza, el murmullo del agua del arroyo… De allí precisamente parecían venir las escalofriantes voces.

El romero se asomó para mirar el agua del arroyo, y de pronto vio en el fondo la imagen de una calavera, cubierta por la capucha de un hábito. Lo primero que salió al exterior fueron las manos huesudas de los esqueletos. Después todo el cuerpo. Los monjes arrastraban sus cuerpos sin carne, cubiertos por sus andrajosos hábitos.

Con la mirada fija en el monasterio, avanzaban sin dejar de cantar los terroríficos versos del Miserere. Cada frase era más demoledora, más dolorosa. Más impactante. Y de pronto, la cubierta del monasterio se abrió al cielo, y el romero vio descender a un grupo de ángeles y arcángeles, que inundaron con una cegadora luz toda la estancia. En ese momento, el peregrino no pudo soportar tantas emociones y cayó desmayado. No pudo escuchar por tanto el resto de la composición.

El hombre regresó pálido y excitado a la mañana siguiente. En un estado como de embriaguez. Pidió a los clérigos que le dejara permanecer allí durante algunos días, porque deseaba transcribir el Miserere que había escuchado en la Montaña.

Y estuvo trabajando varios meses, de forma inagotable, probando unas y otras melodías, hasta que conseguía dar con lo que buscaba. Sin embargo, al no haber escuchado el final, no pudo acabar, y murió preso de locura entre estas mismas paredes.

El anciano terminó así de narrar esta increíble leyenda, mientras seguía sosteniendo en su mano las notas del Miserere que tanto me habían llamado la atención. Ahora sí que entendía el por qué de esa extraña emoción.

(‘El Miserere’ – Adaptación escrita por Estefanía Esteban)

 

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