Tinín era un dragón chiquitín, verde y muy tímido. Cuando nació, sus padres dijeron al verlo:
-¡Qué chiquitín! Se llamará «Tinín».
Pues Tinín vivía en el país de los dragones. Los había de todas las clases y colores: dragones alados, sin alas, azules, temibles, grandotes, con garras y hasta con una larga barba.
¿Y sabéis cuál era su juego favorito? ¡El «lanza- fuegos»! Se ponían todos en fila y contaban hasta tres:
– Uno, dos y tres..- Y todos escupían fuego a la vez. El que conseguía achicharrar más tréboles, ganaba.
Pero Tinín prefería jugar a otras cosas y se escondía entre los árboles para recoger hojas, contar hormigas o tirar piedras al río.
Pasaron los años y Tinín se hizo mayor, pero seguía sin crecer. Los demás dragones se burlaban de él. Más aún cuando se dieron cuenta de su gran problema: ¡Tinín no sabía escupir fuego! Cada vez que lo intentaba, en vez de fuego, le salía agua.
Decididamente, Tinín era un dragón especial. Por si eso fuera poco, el color de su piel se había oscurecido, y los demás dragones comenzaron a llamarle «Verdemoco».
– ¡Verdemoco apagafuego! ¡Verdemoco apagafuego!- gritaban todos, burlándose de él.
Un día Tinín decidió irse de allí. Agarró un hatillo con algo de ropa y comida y se alejó. Y anduvo, anduvo y anduvo por caminos de arena, por montañas muy altas y hasta navegó por el mar hasta llegar a un pueblecito rodeado por campos de trigo y amapolas.
Verdemoco no había visto nunca nada tan hermoso, así que decidió quedarse allí.
En ese pueblo hacía mucho calor. Menos mal que Verdemoco sabía escupir agua… ¡Era un alivio!
Pero a pesar de que se intentaba esconder muy bien, un día lo descubrió una niña.
¡Menudo susto se llevó Verdemoco! Ahí delante de sus narices estaba ella, con los ojos como platos y la boca muy abierta. Ninguno salió corriendo. Y ella le preguntó:
– ¿Eres un dragón?
– Sí- contestó él- Me llamo Verdemoco.
Y la niña se rió.
-¿Verdemoco? Yo me llamo María.
María y el dragón se hicieron muy amigos. Jugaban cada día en el campo de trigo. La niña le presentó a sus amigos y Verdemoco estaba encantado. Allí nadie se reía de él. Es más: ¡le adoraban!
El problema llegó cuando María le llevó a casa y se lo presentó a sus padres.
– ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah!- gritó la madre asustada.
El padre de la niña le echó de allí. Y Verdemoco volvió triste a su rinconcito del campo de trigo para esconderse de nuevo.
Entonces, un caluroso día de verano, ocurrió algo terrible: las campanas de la iglesia se pusieron a sonar como locas. Un hombre gritó:
– ¡¡Fuegoooooo!!!
La gente del pueblo corría de un lado a otro despavorida, con cubos de agua que se iba cayendo por el camino.
Verdemoco vio a lo lejos humo. ¡Venía de la casa de María! Sin pensárselo dos veces se fue corriendo hacia allá. Y os podéis imaginar: algunos al verle salían huyendo y otros se quedaron petrificados en el sitio, sin poder moverse.
Verdemoco cogió mucho aire y escupió, escupió y escupió hasta quedarse sin agua. El fuego se apagó y la gente del pueblo se quedó callada. Después comenzaron a aplaudir y a llenarle de besos.
El alcalde del pueblo, don Casimiro, le nombró hijo predilecto y María se quedó con él como mascota.
Verdemoco por fin encontró un lugar donde ser feliz.
(‘Verdemoco’ © Fanny Tales 2013)
Es cierto que Verdemoco no era como el resto de dragones, porque en lugar de escupir fuego, escupía agua… Pero, lejos de ser un defecto, sus particularidades resultaron ser virtudes. Gracias a él, por ejemplo, se pudo acabar con un terrible incendio.
El daño que hacen las burlas: El cuento de Verdemoco sirve para explicar a los niños lo dolorosas que pueden ser las burlas para los demás. Criticar a otro por su aspecto, por su forma de pensar o por algo que no consigue hacer, puede llegar a ser terriblemente destructivo para él.
Las diferencias pueden ser de un gran valor: Verdemoco llegó a pensar que no servía para nada, y por eso se fue de su ciudad. Sin embargo, su capacidad de escupir agua, resultó ser muy útil. Lo mejor de todo es que consiguió encontrar la felicidad, que no es otra que estar rodeado de personas que son capaces de valorarte y quererte tal y como eres.
«Las burlas a otros pueden llegar a hacer mucho daño y ser terriblemente destructivas.»