Un diestro arquero acababa de conseguir el mayor premio en un torneo. Era sin duda el más habilidoso con el arco, y su vanidad aumentó hasta tal punto, que fue a visitar un buen día a un monje sabio muy famoso por su arte de manejar el arco.
Decían que era el mejor, pero quería demostrarle que él le acababa de arrebatar ese gran honor.
– Vengo a demostrar mi habilidad con el arco– le dijo.
Entonces, disparó a un blanco lejano una de sus flechas, dando justo en el centro de la diana. Repitió esto mismo una vez más, mientras el anciano monje miraba imperturbable.
– Ahora es su turno- dijo desafiante el arquero al anciano.
– Está bien- respondió él- Sígueme.
El monje le indicó un tortuoso camino que les llevó hasta un precipicio. Sobre el abismo, el débil tronco de un árbol muerto. El monje comenzó a andar con habilidad sobre el tronco y, una vez en el centro, sacó su arco y disparó su flecha a un árbol lejano que se encontraba al otro lado del gran abismo. Impactó justo en el centro.
– Inténtalo tú- le dijo entonces al joven.
El arquero, al ver aquel abismo, fue incapaz de dar dos pasos por el tronco, tembloroso como estaba.
– No puedo hacerlo- dijo definitivamente.
– Ya veo- dijo entonces el monje- Eres muy habilidoso con el arco, pero débil con la mente. Y es eso lo que hace que afloje el tiro.
Sin duda, nos es fácil demostrar nuestras habilidades cuando estamos tranquilos. Pero cuando el entorno es menos amable, cuando sentimos miedo, nos sentimos más pequeños y en seguida nos retraemos.
El escudo que todos sacamos en ciertos momentos: Cuando tenemos miedo, nos protegemos. O simplemente, nos quedamos quietos, paralizados. Somos incapaces de dar un paso porque tememos dar el paso equivocado. Este miedo no es constructivo, sino que nos impide aprovechar al máximo nuestras fortalezas. Cuando no somos capaces de controlar nuestras emociones, perdemos, de hecho, esas fortalezas, y terminamos siendo débiles y vulnerables.
Y de ahí la importancia de dominar las emociones: Para controlar las emociones, necesitamos usar la mente a nuestro favor. Si en lugar de mirar al abismo, el arquero hubiera dirigido su mirada al frente, sin en lugar de pensar ‘voy a caer al abismo’, el arquero hubiera pensado ‘yo también puedo hacerlo’, hubiera caminado por el tronco igual que el monje y su tiro tal vez hubiera superado al del sabio. Pero su miedo le llevó a la debilidad y decidió, a modo de protección, quedarse donde estaba.
«Cuando somos incapaces de controlar nuestras emociones, perdemos nuestras fortalezas»
Cuidado con la vanidad: Nadie es más que nadie y en el momento en el que perdemos esa humildad necesaria que nos mantiene centrados, cometemos errores. Y eso es lo que le pasó al prepotente del arquero, que, creyéndose superior a todos, desafió al más sabio de los monjes. Al final se llevó, eso sí, una buena lección. O como también se dice, una buena ‘cura de humildad’.