Nicolás era un niño caprichoso. Estaba acostumbrado a montar pataletas para conseguir todos los juguetes y regalos que quería. Además, no le gustaba compartir, prefería presumir ante el resto de los niños de sus nuevas adquisiciones.
Fue por ello que su familia quiso darle una lección. Al cumplir siete años le descubrieron el secreto familiar: en el pasillo de la segunda planta del hogar aparecieron una escaleras que conducían a una habitación mágica. En esta se hallaban todos los juguetes del mundo. Nicolás podría jugar en ella siempre que quisiera. Pero había una condición: no podría hablar de ella con nadie, porque si lo hacía la habitación mágica y los juguetes desaparecerían.
Nicolás no podía ser más feliz. Pasaba todas las tardes en la habitación mágica descubriendo sus nuevos juguetes. Pero según pasaban los días se iba cansando de apretar botones, animar a los muñecos y golpear el balón sin que nadie se lo devolviera.
Ahora, en vez de jugar, pasaba las tardes mirando por la ventana de la habitación mágica viendo cómo el resto de niños jugaban todos juntos en el parque. Les veía echar carreras, disfrutar de los columpios, correr aventuras con sus bicicletas… Aquello sí que parecía divertido.
Los días pasaban pero Nicolás no se decidía a abandonar la habitación mágica. Y fue la víspera de Navidad cuando se dio cuenta de que había olvidado cuando había sido la última vez que se había reído. Por la ventana de la habitación mágica veía al resto de niños reír y fue entonces cuando entendió que el mejor regalo no eran los juguetes, sino tener amigos con los que poder reír.
Nicolás abandonó la habitación mágica para siempre y desde entonces sólo pedía ocasionalmente algún juguete para jugar con el resto de sus amigos.