A Toledo la llaman ‘la Ciudad de las Tres Culturas’ porque viven judíos, castellanos y árabes. A mí eso me gusta mucho porque puedes estar horas y horas viendo a gente pasar con ropas diferentes; transportando comidas diferentes y hablando lenguajes diferentes. Nadie choca con nadie y si se cruzan sus caminos, se regalan sonrisas que valen más que mil palabras.
Yo soy bastante feliz, no puedo quejarme por la vida que tengo. Desde la ventana de mi cuarto se ve el puente de Alcántara; en la mesa de mi casa siempre hay cous cous; hasta he aprendido a leer y escribir. Pero a veces pasan cosas que no entiendo y que me gustarían que cambiasen. En una ciudad como Toledo lo veo menos, pero en cuanto sales de Toledo por la Puerta del Sol…
Mi padre es alfarero. Vende sus vasijas, platos y otros cacharros por los pueblos de la Mancha. Yo le acompaño y le ayudo. A veces mientras vamos por los caminos, me siento en la parte de atrás del carro y miro. Miro a la gente que pasa y veo todo lo que pasa. Veo a personas de mi edad caminando con los pies desnudos, cargando sacos más grandes que ellas.
Veo a mujeres muy jóvenes llevando un recién nacido en sus brazos. Veo a mucha gente trabajar en los campos de sol a sol. No se quejan, nadie se queja. Cuando llegamos al mercado veo a hombres y mujeres comprando acompañados por sus hijas e hijos. Se nota que los quieren, pero me llama la atención que ni las niñas ni los niños eligen las frutas, pero sí cargan con la compra, pero sí limpian a los animales, pero no me miran a los ojos. Tampoco me hablan y no puedo adivinar lo que piensan.
Al caer la tarde, cuando se termina el mercado, regresamos a casa y sino esperamos en el pueblo a que llegue el día siguiente. A mí me gusta quedarme en los pueblos porque así puedo descubrir cosas maravillosas en las mercancías de los demás vendedores, en las calles e incluso puedo conocer a gente nueva.
Y es que el mayor tesoro que he descubierto es la amistad con otros niños y niñas que como yo viajan, ven y además, hablan. Podemos pasarnos toda la noche contándonos cosas que escapan al ojo de las personas adultas y es que los niños y niñas somos como los gatos en la noche. Lo vemos todo. Una noche de luna llena, alguien dijo:
– Y eso qué cuentas, ¿lo has hablado con tu padre?
Se hizo el silencio y todos nos dimos cuenta de que no hablábamos con las personas adultas. Nunca nos habíamos planteado que existía la posibilidad de que nos escuchasen. Hoy cumplo nueve años. Mientras vamos en el carro camino de casa, pienso en el recibimiento que me harán.
Sé que mi madre habrá preparado mi comida favorita; que mi abuelo me habrá construido un juguete; que mi hermana mayor me contará mi relato preferido. Lo que no sé es si mi padre me hará el regalo que más deseo:
– Papá, me gustaría contarte una cosa.
– Habla Jalid, te escucho.
Lo ha hecho. Mi padre, sin saber que es el mejor regalo que me puede hacer, me ha regalado su escucha. Gracias papá por tratarme como a un niño con voz.
Este cuento ha sido extraído de Rayuela, una web dedicada a los derechos de la infancia – www.rayuela.org