Hacía un frío de mil demonios. Él me había citado a las siete y cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el reloj como una deidad. Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno las siete y cuarto, da lo mismo que sean las siete y media. Tengo un criterio amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre tolerante, un liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que uno sea.
Ya dije que hacía un frío espantoso. Y aquella condenada esquina estaba abierta a todos los vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo.
Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado; me dolían los pies; me dolían las manos; me dolía el pecho; me dolía el pelo. La verdad es que si hubiera llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera pasado nada.
Pero ésas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las nueve menos cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
– ¡Hola, manito!
Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba.
Max Aub (París, 1903-México, 1972), poseedor de cuatro nacionalidades y aunque de origen francés, escribió toda su obra en español.
«Crimen ejemplar» es el título de esta historia que comienza con «Hacía un frío«; es uno de los cuentos cortos que forman «Crímenes ejemplares», una colección de relatos breves caracterizados por el humor negro, por una irreverencia y por una libertad expresiva que hacen que lo grotesco se convierta en una manera de reflexionar y, a la vez, de reír.