Él y Ella estaban muy disgustados de estar en el Paraíso porque en vez de estar solos, como debían estar, estaba también otro señor, con bigotes, que se había hecho allí un hotelito muy mono, precisamente enfrente del árbol del Bien y del Mal.
Aquel señor, alto, fuerte, con espeso bigote y con tipo de ingeniero de Caminos, se llamaba don Jerónimo y, como no tenía nada que hacer y el pobre se aburría allí en el Paraíso, estaba deseando hacerse amigo de Él y Ella para hablar de cualquier cosa por las tardes.
Todos los días, muy temprano, se asomaba a la tapia de su jardín y les saludaba muy amable, mientras regaba los fresones y unos arbolitos frutales que había plantado y que estaban ya muy majos.
Ella y Él contestaban fríamente, pues sabían de muy buena tinta que el Paraíso sólo se había hecho para ellos y que aquel señor de los bigotes no tenía derecho a estar allí y mucho menos de estar con pijama.
Don Jerónimo, por lo visto, no sabía nada de lo mucho que tenía que suceder en el Paraíso e, ingenuamente, quería hacer amistad con sus vecinos, pues la verdad es que en estos sitios de campo, si no hay un poco de unión, no se pasa bien.
Una tarde, después de dar un paseo él sólo por todo aquel campo, se acercó al árbol donde estaban Él y Ella bostezando de tedio, pero siempre en su papel importante de Él y Ella.
-¿Se aburren ustedes, vecinos? – les preguntó cariñosamente.
-Pchss…Regular.
-¿Aquí no vive nadie más que ustedes?
-No. Nadie más. Nosotros somos la primera pareja humana.
-¡Ah! Enhorabuena. No sabía nada – dijo don Jerónimo. Y lo dijo como si le felicitase por haber encontrado un buen empleo. Después añadió, sin conceder a todo aquello demasiada importancia.
-Pues si ustedes quieren, después de cenar, nos podemos reunir y charlar un rato. Aquí hay tan pocas diversiones y está todo tan triste…
-Bueno – accedió Él –. Con mucho gusto.
Y no tuvieron más remedio que reunirse después de cenar, al pie del árbol, sentados en unas butacas de mimbre.
Aquella reunión de tres personas estropeaba ya todo el ambiente del Paraíso. Aquello ya no parecía Paraíso ni parecía nada. Era como una reunión en Recoletos, en Rosales o en la Castellana. El dibujante que intentase pintar esa estampa del Paraíso, con tres personas, nunca podría dar en ella la sensación de que aquello era el Paraíso, aunque los pintase desnuditos y con la serpiente enroscada al árbol.
Ya así, con aquel señor de los bigotes, todo estaba inverosímilmente estropeado.
Él y Ella no comprendían, no se explicaban aquello tan raro y tan fuera de razón y lógica. No sabían qué hacer. Ya aquello les había desorganizado todos sus proyectos y todas sus intenciones.
Aquel nuevo y absurdo personaje en el Paraíso les había destrozado todos sus planes; todos esos planes que tanto iban a dar que hablar a la Humanidad entera.
La serpiente también estaba muy violenta y sin saber cómo ni cuándo intervenir en aquella representación, en la que ella desempeñaba tan principal papel.
Por las mañanas, por las tardes y por las noches don Jerónimo pasaba un rato con ellos, y allí sentados, en tertulia, hablaban de muy pocas cosas y sin interés, pues realmente, en aquella época, no se podía hablar apenas de nada, ya que de nada había.
-Pues… sí – decían.
-Eso.
-¡Ah!
-Oveja.
-Cabra.
Es cierto.
De todas formas no lo pasaban mal. Él y Ella, poco a poco distraídos con aquel señor que había metido la pata sin saberlo, fueron olvidando que uno era Él y la otra Ella. Y hasta le fueron tomando afecto a don Jerónimo, que, a pesar de todo, era un hombre simpático y rumboso. Y los tres juntos hacían excursiones por los ríos y los valles y reían alborozados de vivir allí sin penas, ni disgustos, ni contrariedades, ni malas pasiones.
Una vez don Jerónimo les preguntó:
-¿Ustedes están casados?
Y ellos no supieron que contestar, ya que no sabían nada de eso.
-¿Pero no son ustedes matrimonio?
-No. No lo somos – confesaron al fin.
-Entonces, ¿son ustedes hermanos?
-Sí, eso – dijeron ellos por decir algo.
Don Jerónimo, desde entonces, menudeó más las visitas. Se hizo más alegre. Presumía más. Se cambiaba de pijama a cada momento. Empezó a contar chistes y Ella se reía con los chistes. Empezó a llevarle vacas a Ella. Y Ella se ponía muy contenta con las vacas.
Ella tenía veinte años y además era primavera. Todo lo que ocurría era natural.
-La quiero a usted – le dijo don Jerónimo a Ella un atardecer, mientras le acariciaba una mano.
Y yo a usted, Jerónimo – contestó Ella, que, como en las comedias, su antipatía primera se había truncado en amor.
A la semana siguiente, Ella y aquel señor de los bigotes se habían casado.
Al poco tiempo tuvieron dos o tres chiquitines que enseguida se pusieron muy gordos, pues el Paraíso, que era tan sano, les sentaba admirablemente.
Él, aunque ya apreciaba mucho a don Jerónimo, se disgustó bastante, pues comprendía que aquello no debía haber sido así; que aquello estaba mal, y que con aquellos niños jugando por el jardín, aquello ya no parecía el Paraíso, ni mucho menos, con lo bonito que es el Paraíso cuando es como debe ser.
La serpiente y todos los demás bichos se enfadaron mucho igualmente, pues decían que aquello era absurdo y que por culpa de aquel señor con pijama no había salido todo como lo tenían pensado, con lo interesante y lo fino y lo sutil que hubiese resultado.
Pero se conformaron, ya que no había más remedio que conformarse, pues cuando las cosas vienen así son inevitables y no se pueden remediar.
El caso es que fue una lástima.
Autor Miguel Mihura (1905-1977), humorista, periodista, caricaturista y dramaturgo, se le considera en renovador del teatro español tras la guerra civil. Rompió con todo lo anterior y sustituyó el costumbrismo por un estilo fresco combinado con una buena dosis de sátira y con un lenguaje ingenioso y mordaz como ninguno.
Relato divertido y original se trata un tema típico y tópico de la literatura, el génesis, y se recrean dos de los personajes más famosos de la Biblia, Adán y Eva (Él y Ella). Miguel Mihura introduce un nuevo personaje, don Jerónimo, el elemento rompedor (es decir, la serpiente del relato bíblico) que moderniza la narración; así logra un cuento precioso donde triunfa el amor.
El humor absurdo tan típico de Miguel Mihura se percibe claramente en En El amigo de Él y Ella.