En la noche de los siglos vivía a la orilla del río Kalasu de las montañas Kaladawu, un hombre pobre llamado Kasankafu. El hombre vivía de la caza y de la pesca mientras su mujer cosía para los demás y hacía las redes. Así pasaban ellos sus días. Una vez la mujer de Kasankafu quedó embarazada y justo cuando habían pasado nueve meses y algunos días dio a luz un niño gordito, blanco y de cabeza redonda.
Los padres batían palmas de la alegría y le pusieron el nombre Kandebayi. El niño crecía rapidísimo: a los seis días ya sabía reírse, a los diez caminaba y corría, y en seis años se transformó en un muchacho fornido. Era tan fuerte que no tenía competidor en la lucha libre; además, era capaz de levantar él solo los bueyes que se caían en un profundo pozo. Cuando su padre salía de caza él también lo ayudaba. Poco a poco pudo cazar hasta cebras y se convirtió en un tirador que de cien tiros, cien daba en el blanco. El joven cazó montones de cebras, antílopes, y gamos. Todos los pobres de las carpas a la orilla del río Kalasu vivían, con su ayuda, en paz y felicidad.
Cierto día, Kandebayi salió de caza. Cuando llegó a los pies de un gran precipicio de las montañas Kaladawu vio que un feroz lobo gris atrapaba con sus garras la barriga de una yegua preñada y se disponía a comérsela. El muchacho corrió y le agarró la cola al lobo, lo sacudió a derecha e izquierda y luego lo arrojó a un sitio lejano. El animal emitió unos quejidos y expiró. El cazador le quitó la piel y volvió a donde estaba la yegua, observando que a ésta le quedaban los últimos hálitos de vida. Entonces cogió su espada, le abrió el vientre y sacó al potrillo. Luego regresó a su casa con el animal, al cual nombró Keerkula, y lo alimentó con leche de cebra.
El potrillo creció a pasos acelerados. No había cumplido seis meses cuando ya medía 6 chi y su pelambre era amarilla anaranjada. Cuando se hizo grande era capaz de correr mil li al día y a tal velocidad que llegaba incluso a cazar con su boca pájaros en vuelo. Kandebayi se sentía como un águila al montar su caballo y en un abrir y cerrar de ojos podía atrapar la cola de las cebras que corrían por las montañas.
De esta forma salía a cazar el muchacho, ya un joven muy generoso con el cual todos los dolientes encontraban consuelos, y los desgraciados ayuda. Para él no existía la palabra “mío”. Era incapaz de maltratar a los demás y todas las cosas que él conseguía era para que las disfrutaran todos. Por todo ello, Kandebayi fue apodado “Batuer” (Héroe), y así se le conoció en todas partes.
Un día, Kandebayi fue de caza a un lugar lejano. Andando y andando se encontró con un niño pastor de un rebaño de ovejas, que lloraba sin consuelo.
– ¿Por qué lloras? ¿Por qué estás triste? – le preguntó.
La cabeza del muchachito estaba afectada de tiña y su ropa, hecha harapos.
– ¿Acaso puedes ser feliz si te arrebatan a tu querida madre? ¿Puedes vivir si secuestran a tu padre?
– ¿Qué ha pasado? ¡Explícame! – le rogó Kandebayi.
Las lágrimas del niño rodaban como para llenar un lago. Suspiró, absorto, y contestó:
– Yo soy el hijo único de Batuermaergan y tengo seis años. El enemigo llegó a nuestra aldea y nos arrebató todas las bestias; ni la herradura de un caballo dejaron. Mi padre es un “Batuer” que duerme mucho. Cuando vuelve de algún lugar muy lejano de una vez duerme seis días. Mi papá estaba durmiendo cuando lo atrapó el enemigo. Mi madre quiso arrancarles de las manos a mi padre, pero esos hombres crueles también la capturaron, la montaron en la parte de adelante del caballo y se la llevaron. De esta manera estoy hecho un huérfano, sin nada para comer ni vestirme, y no me quedó más remedio que trabajar de pastor para Taxikalabayi. Vivo cansado, sufriendo, mis labios están partidos y me ha salido sarna en la cabeza. Estoy muy triste y lloro por mis padres…
– Si es así, no llores. Yo voy a buscar a tus padres y a traértelos – dijo Kandebayi.
El niño se puso muy contento al escuchar sus palabras y le suplicó:
– Buen amigo, descansa primero dos días en el lugar donde estamos los pastores, y luego de que estés descansado puedes ir.
Kandebayi aceptó y fue al lugar de los pastores, puso al fuego la cebra que había cazado y cenó. Por la noche regresaron todos los pastores menos aquel niño. Todo el mundo lo esperaba pero fue inútil. Kandebayi ya no se aguantaba más el sueño y cerró los ojos. Justo en ese momento regresó el niño con las ovejas.
– ¿Por qué has venido tan tarde? – le preguntó el cazador.
– Me duele un poco el estómago – fue la contestación.
Al otro día, el niño, charlando y riéndose se fue a la pradera a pastorear. Por la noche, cuando todos los demás regresaron el niño tampoco volvía. Kandebayi se fue a buscarlo, hallándolo desmayado. Cuando volvió en sí, Kandebayi lo interrogó pero él no dijo nada. Esta vez el cazador se enojó y el muchacho, al darse cuenta de su enfado, explicó:
– Desde ayer, una vez que se pone el sol, seis cisnes llegan volando hasta mi cabeza y me preguntan:
¿Hay aquí un buen Kandebayi?
¿El caballo Keerkula está en sus manos?
¿Sus rayos luminosos se reflejan en el jardín?
¿Las patas de su caballo están moviéndose?
Yo les contesté:
Yo soy el buen Kandebayi
El caballo Keerkula está en mis manos.
En el jardín se reflejan mis rayos luminosos
Las patas de mi caballo están moviéndose.
– Entonces ellos agitan sus alas y me pegan hasta que caigo al suelo, desmayado como me encontraste.
Al tercer día, el cazador se vistió con las ropas del niño y se fue, en su lugar, a pastorear las ovejas. Cuando el sol se puso y ya estaba todo oscuro sólo se vieron seis cisnes que llegaban volando y que se posaron en la cabeza del cazador, dieron seis vueltas alrededor de ésta y por fin, descendieron y preguntaron:
¿Hay aquí un buen Kandebayi?
¿El caballo Keerkula está en sus manos?
¿Sus rayos luminosos se reflejan en el jardín?
¿Las patas de su caballo están moviéndose?
Kandebayi, que tenía a su caballo consigo, respondió:
En el jardín se reflejan mis rayos luminosos
Las patas de mi caballo están moviéndose.
Esta vez las aves se enfurecieron y se dispusieron a pegar al hombre con sus alas. Pero Kandebayi se adelantó y le agarró una pata a un cisne. Las aves se fueron volando y en su mano sólo quedó un zapato de oro. Mirando atentamente se veían letras en el zapato. Después, el cazador esperó y esperó que vinieran más cisnes, pero pasaron algunos días y no llegaron más. Se despidió pues del niño pastor y volvió a su casa. Allí les preparó a sus padres cereales para un año, se puso la coraza, cogió armas y entrañas de sesenta potrillos y partió en busca de los padres del niño pastor.
El caballo Keerkula cabalgaba tan veloz como un águila y en sesenta pasos hacían el trayecto de un mes. Prácticamente parecía que para él las montañas no fueran montañas, los ríos no fuesen ríos y los mares no fueran mares. Después de andar días y noches sin parar Kandebayi llegó a una montaña cuyo pico era tan alto que estaba envuelto en nubes. Cuando llegaron al pie de esta montaña el caballo Keerkula comenzó a hablar:
– Mi buen amigo Kandebayi, el lugar a donde nos dirigimos ya no está lejos. Después de pasar esta montaña verás un río. Justo en el centro de éste hay una islita. Allí habita el rey de los dioses. El zapato de oro que tú traes es de su hija y los padres del niño pastor están en sus manos. Los tiene encerrados en el infierno, cuya puerta está cerrada herméticamente. La llave se encuentra en el fondo del río Dajiang formado por la confluencia de las corrientes de sesenta ríos. Los humanos no pueden llegar a ese fondo. En la ladera de aquella montaña hay un gigante que cuida vacas lecheras. Fue atrapado en un combate y se ha convertido en esclavo del dios. Busca a ese hombre, dale suficiente dinero para el camino y cámbiale tu ropa por la suya. Luego déjalo en libertad y encárgate tú de cuidar las vacas. Ahora saca un pelo de mi cola, déjame todas las armas y la coraza y suéltame. En este momento, ni yo ni las armas te seremos útiles. Cuando me necesites prende fuego al pelo que has arrancado de mi cola y yo apareceré. Lo que sucederá después lo sabrás cuando estés allí.
Kandebayi arrancó un pelo de la cola de su caballo, lo dejó en libertad y obró tal cual se le había aconsejado: liberó al gigante, le dio suficiente dinero para el camino, se puso la ropa de él y se fue a pastar las vacas.
Por la tardecita llevó al ganado a pasar el río, pero las bestias no querían de ninguna manera bajar al agua. El joven se enojó, tomó a las vacas por las patas traseras y una a una las fue lanzando al otro lado del río. Las vacas caían en la isla del centro haciendo gran estruendo. En ese momento, una de las hijas del dios, que estaba en la orilla, gritó asombrada:
– ¡Eh! ¿Te has vuelto loco? ¿Por qué tratas así a los animales? ¿por qué no gritas como todos los días: ¡Agua que te abres camino, abre camino!?
Apenas escuchó eso Kandebayi repitió las palabras de la muchacha “¡Agua que te abres camino, abre camino!” y vio que efectivamente el río iba dejando un sendero abierto.
De esta forma cuidaba Kandebayi del ganado. Cierto día, el rey divino llamó a sus dos hijos y les dijo:
– Esta noche la yegua negra va a parir. Esta es la novena vez que va a nacer un potrillo. Hasta ahora, cada vez que la yegua está en ese trance, el potrillo desaparece a la noche. Hoy irán ustedes a montar guardia, a ver, de una vez por todas, qué es lo que sucede.
Estas palabras también fueron oídas por Kandebayi.
Por la noche, los dos hijos del rey fueron a observar a la yegua. El joven también fue, a escondidas, y no pasó mucho tiempo hasta que los dos hijos del rey se quedaron dormidos y comenzaron a roncar. Sólo Kandebayi quedaba despierto y estaba todo el tiempo observando, un poco antes de amanecer la yegua dio a luz un potrillo con cola dorada. Justo en ese momento en el cielo pareció levantarse como una nube que bajó y se llevó al potrillo. Kandebayi fue corriendo, atrapó la cola del caballo y se quedó con ella en la mano, ya que ésta se había separado del cuerpo. No le quedó más, entonces, que guardársela en el pecho, y dormir. Por la mañana el rey divino llamó a sus dos hijos y los interrogó sobre si habían visto algo o no.
– La yegua no parió ni ocurrió nada – respondieron los dos.
El rey estaba preocupado pensando en eso cuando entró Kandebayi y así habló:
– Excelencia, las cosas van mal.
– ¿Qué pasa? Dímelo pronto – contestó el rey extrañado.
– Lo que yo quiero decirle es que lo que ellos han expresado son puras mentiras. Ellos no hicieron guardia, sólo yo quedé despierto. A medianoche sus dos hijos se quedaron dormidos. Un poco antes de que amaneciera la yegua parió un potrillo con cola dorada, pero del cielo pareció levantarse como una nube que se lo llevó. Yo me apresuré a quitárselo pero sólo pude agarrar la cola y al potrillo se lo llevó un águila. – El rey no esperó que terminara de hablar y le preguntó:
– ¿Y la cola dorada?
– Excelencia, por favor espere un momento. Si yo quisiera beneficiarme con esa cola de oro no le contaría nada. Mire, por favor, ésta es la cola.
Kandebayi sacó de su pecho la cola de oro y toda la sala se iluminó de golpe. Los hijos del rey se sintieron muy avergonzados y no sabían ni qué decir.
– Ahora ustedes tres irán a buscar el águila y el potrillo. ¡Si no los encuentran no vuelvan a verme! – dictó el rey divino.
Kandebayi pasó el río, prendió fuego al pelo de la cola de su caballo y éste enseguida apareció ante sus ojos. Entonces lo montó, se colocó la coraza, tomó las armas y emprendió camino.
Al llegar a cierto lugar el caballo se volvió a detener y le dijo a su dueño:
– Adelante, un poco más lejos, verás que llamas y humo que se elevan hacia el cielo, ese es el río de fuego. El sitio donde tú quieres ir está justamente allí. Ahora, cierra los ojos, y no los abras hasta que yo no te diga. Si los abres estaremos perdidos.
Kandebayi obedeció. De esta manera, los dos volaron un poco, abrasados al principio por un aire caliente y luego por una sensación quemante. Después de un buen rato el caballo dijo:
– Abre los ojos.
Cuando el cazador lo hizo vio que habían llegado a una isla. Allí había ocho potrillos con cola de oro, y uno, que sin cola, estaba tomando agua de un bebedero hecho con el precioso metal.
– En la copa de ese álamo blanco que llega hasta el cielo – dijo el caballo – está el nido de un pájaro llamado Sumulue. Esta ave sale una vez cada seis meses a buscar su alimento y vuelve a los quince días. Ahora ha salido por comida y faltan seis días para que vuelva. Para no caer en sus manos es necesario que hagamos en seis horas el camino de seis meses. Tú te montarás en la parte posterior de mi lomo y pondrás delante tuyo el bebedero de oro. De esta manera los potrillos nos seguirán sin apartarse un solo paso de nosotros. Cuando dirijamos a los potrillos hacia el cruce del río de fuego, no podemos hacerlo directamente sino que tendremos que ir dando rodeos. Por eso el camino, que a la ida se nos hizo corto, al regreso será más largo. En el trayecto nos encontraremos, además, con tres pasos difíciles. Primero nos toparemos con el monstruo de siete cabezas, luego con el león blanco y por último, con la bruja. Sólo si los vencemos podremos pasar y eso depende de tu fuerza. Bueno, vámonos, no nos demoremos.
Así, Kandebayi asió el bebedero de oro, se montó con él en el caballo y partieron. Los potrillos los siguieron.
Al rato, una gran montaña se presentó ante ellos. La elevación se les aproximaba moviéndose: era el monstruo de siete cabezas. Kandebayi colocó el bebedero de oro en el suelo y los potrillos se quedaron alrededor de éste. El cazador, entonces, con un mazo en cuya punta lucía colmillos de lobo, se abalanzó hacia el demonio aprovechando la gran fuerza de su caballo y en menos de lo que canta un gallo una de las cabezas del monstruo cayó derribada. Se dio vuelta y apareció otra, que también cayó al suelo. De esta manera las siete cabezas fueron cayendo y el monstruo quedó fuera de combate. Kandebayi le sacó los ojos y los puso en la alforja.
Luego volvió a cargar el bebedero de oro, y con los potrillos tras suyo reemprendieron la marcha. El caballo Keerkula corría a tal velocidad que ni el polvo lo alcanzaba, y en un chasquear de dedos ya habían atravesado seis precipicios.
Al rato escucharon el rugido del león albo. Esta vez el joven amarró a su caballo delante de los potrillos y corrió hacia el sitio de donde provenía el rugido, pero no había caminado muchos pasos cuando una fuerza de atracción lo aspiró. Pronto Kandebayi vio la boca del león, tan grande como el cielo. La fuerza de atracción que lo dominaba era, pues, el aliento del animal. El cazador sacó su espada de acero y oro, aprovechó la aspiración del animal para entrar por su boca y lo partió en dos pedazos. Luego le sacó los dientes y los metió en su alforja.
Los viajeros volvieron a reemprender el camino. Las montañas y cimas abruptas iban quedando atrás como destellos. De pronto, todo el ambiente quedó envuelto en un espeso humo negro y sólo el brillo de las colas de oro de los potrillos alumbraban la ruta. Del humo negro emergió la figura de una hermosa muchacha preciosamente ataviada. Kandebayi se bajó del caballo y se dirigió hacia ella. La joven lo miró un momento y dijo:
– El camino es muy largo, seguramente estarás cansado. Por favor entra a mi casa a descansar.
La muchacha era realmente una bruja metamorfoseada.
– La verdad es que sí estoy cansado y no me opongo a descansar un poco. Enséñame el camino a tu casa – contestó nuestro protagonista.
La joven marchaba adelante y comenzaba a abrir la boca Kandebayi cuando sacó su espada y le cortó la cabeza. En un instante saltaron fuertes chispas y a continuación el mundo se volvió a cubrir de nubes oscuras. Cuando éstas se volvieron a dispersar, en el sendero donde había estado la “muchacha” apareció el cuerpo en dos mitades de la bruja. Kandebayi metió la cabeza cortada en su alforja.
– Por donde reina esta bruja no puede pasar ningún tipo de ave ni animal. Ahora nadie sabe que la bruja ha muerto, por lo tanto el pájaro Sumulue no pasará por aquí. Podremos descansar tres o cuatro días en este lugar – dijo el caballo.
De esta forma, Kandebayi se quedó allí descansando cuatro días, recogió los tesoros de la bruja, volvió a cargar el bebedero de oro y conduciendo a los potrillos regresó tranquilamente donde el dios divino.
El dios divino lo recibió satisfecho y organizó un gran banquete de bienvenida. Cuando estaban banqueteándose llegaron los dos hijos con las manos vacías: no habían encontrado nada. Estaban marchitos por el cansancio, medio desmayados y flacos como palo de leña seca.
El rey divino invitó al cazador a sentarse junto a él y le preguntó sobre su vida.
– Yo no soy un dios divino, sino un hijo de gente común. Mi nombre es Kandebayi y la gente me conoce como el Kandebayi que tiene el caballo Keerkula. No he venido a este lugar para gozar del paisaje sino por otro motivo. Si usted me lo permite se lo voy a decir.
– Habla, hijo mío.
– Años atrás sus hombres atacaron nuestra aldea llevándose todo el ganado. Nuestro “Batuer” fue también secuestrado por ellos aprovechando un momento en que él no podía oponer resistencia. Yo he venido a salvarlo. Esto por una parte. La otra es la siguiente: un día que estaba cuidando a las vacas, seis cisnes llegaron hasta mi cabeza y el zapato de oro de uno de ellos cayó en mis manos. Todos dicen que este tipo de zapato de oro sólo existe en sus dominios, y yo he venido a devolvérselo a su dueño. – Y diciendo esto Kandebayi le entregó el objeto.
– Es verdad, hijo mío – expresó el rey. – El que ordenó que arrasaran tu pueblo y secuestraran a “Batuer” no fue otra persona que la mía. El y su esposa están en mis manos. El está en el infierno y yo le he dicho muchas veces: “Si trabajas para mí te soltaré”. Pero él es realmente un “Batuer” indoblegable. “Yo no trabajo para el enemigo”. – Me ha contestado siempre. Si yo lo soltara él seguiría con su plan de venganza, es así de inflexible. Tu gran nombre es también conocido por nosotros. Yo había pensado invitarte aquí y pedirte que eliminaras a ese extraño pájaro que ultraja a nuestros potrillos. Yo mismo te busqué, pero no di contigo. Por eso mandé a mis hombres a que arrasaran tu aldea y secuestraran a “Batuer”, pensando que si tú tenías coraje, vendrías a mi encuentro. Luego, pasaron como dos años y tú no venías. Entonces mis seis hijas salieron en tu búsqueda. Este es exactamente el zapato de mi sexta hija. Ahora, quiero exponerte algo como condición. Hay un monstruo de siete cabezas, un león blanco y una bruja. Si tú matas a estos tres y me traes sus cabezas yo libero a “Batuer”, les devuelvo el ganado y, además, te concedo la mano de mi sexta hija.
Kandebayi descargó la alforja que tenía en el caballo y expuso ante los ojos del dios divino los colmillos del león, la cabeza de la bruja y los ojos del monstruo de siete cabezas. El dios divino no cabía en sí de contento y mandó inmediatamente que soltaran a “Batuer”, su esposa y otros prisioneros, le devolvió al cazador todas las bestias que habían arrebatado sus hombres en la aldea y le concedió la mano de su sexta hija. Luego celebró una fastuosa ceremonia de bodas, le dio a Kandebayi una gran remuneración y se despidió de él.
Kandebayi partió y le devolvió a su dueño todas las bestias.
Cuando volvió a su aldea natal sus paisanos lo celebraron mucho y ofrecieron un gran banquete de bienvenida. Mientras Kandebayi vivió en aquel pueblo no hubo un solo enemigo que se atreviera a invadirlos.
(Cuento de la nacionalidad kasajo)