En la ladera de la montaña Dougao hay una gran cascada cuya forma se semeja a una mujer acostada de modo tal que el agua que corre hacia abajo pareciera su largo pelo blanco. La gente del lugar ha llamado a esa cascada “Baifashui”, que significa agua del pelo blanco. Allí se cuenta la historia de Changfamei.
Hace mucho, mucho tiempo en los alrededores de la montaña Dougao no había agua. Tanto el agua para beber como para el regadío de los cultivos dependía de la lluvia. En caso de que no lloviera había que ir a buscarla a un pequeño río que quedaba a siete li del lugar. Allí, el agua era tan preciosa como el aceite.
En una aldea cercana a las montañas Dougao vivía una muchacha cuyo cabello, que le llegaba hasta los talones, era de un negro oscurísimo: todo el mundo la llamaba Changfamei.
Changfamei y su madre, que estaba postrada en la cama debido a una parálisis, vivían de la cría de cerdos, de la cual se encargaba la muchacha.
Changfamei iba todos los días al río que quedaba a siete li de distancia a cargar agua y luego tenía que ir a la montaña a traer comida para los cerdos, de modo que estaba ocupada de la mañana hasta la noche.
Un día, Changfamei, cargando su cesta de bambú se dirigió a la montaña a recoger comida para los cerdos. Trepó la ladera, atravesó un precipicio y luego vio un apetitoso rábano de hojas muy verdes que crecía en la piedra. “Si arranco este rábano y lo cocino en casa seguramente será muy sabroso” – pensó la muchacha.
Entonces hizo fuerza y de un tirón arrancó el rábano redondo, rojo y del tamaño de una taza de té. En la pared de la roca apareció un orificio de donde comenzó a salir agua cristalina. En un momento, el rábano ¡zás! se le voló de las manos y volvió a introducirse en la roca. De esta forma el agua dejó de salir.
Changfamei tenía mucha sed y quería beber, por lo que volvió a arrancar el rábano: del orificio salió agua. Ella acercó su boca y bebió hasta hartarse. El líquido era fresco y dulce, parecía jugo de pera helado. Apenas su boca se apartó del hueco el rábano volvió a volar de sus manos y a meterse en la roca, obstaculizando la salida del agua.
Changfamei se quedó sobre el precipicio observando. De súbito se levantó un gran viento que la arrastró hasta una cueva. Allí, sobre una piedra, estaba sentado un viejo con todo el cuerpo cubierto de pelos rubios, quien le dijo rencorosamente:
– Has descubierto el secreto de la fuente de la roca. No debes decírselo a nadie. Si lo haces te mataré. Yo soy el dios de la montaña, ¡recuérdalo!
Otro viento se levantó y arrastró a Changfamei hasta el pie de la montaña; la muchacha volvió desolada a su casa. No se atrevía a contarle el secreto a su madre y menos aún a los aldeanos.
Observó la tierra resquebrajada por la sequía y el sudor que bañaba los rostros de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, cuando iban hasta el río para traer, jadeantes, algo de agua. Ella quería decirle a la gente: “En la montaña Dougao hay una fuente. Sólo hace falta arrancar un rábano, romperlo y luego agrandar el hoyo donde estaba el rábano para que el agua corra”. Pero al recordar al terrible hombre de pelos amarillos las palabras no osaban salir de su boca.
¡Qué triste estaba! No comía ni dormía y parecía una muda o una tonta. Sus ojos ya no eran cristalinos sino oscuros. Sus mejillas ya no eran sonrosadas, se habían vuelto color de cera, y su cabello, otrora negrísimo, se veía como marchito.
Su madre le tomó la delgada mano y le dijo:
– Hija, ¿qué enfermedad tienes?
Pero Changfamei se mordió los labios y no dijo ni pío.
Así fueron pasando los días y los meses. Los cabellos de la muchacha se volvieron blancos. Como no tenía ánimo para peinarse ni arreglarse se lo dejaba suelto.
– ¡Qué curioso! Una muchacha tan joven y con la cabellera cana – comentaban a escondidas todos.
Changfamei se sentaba en la puerta de su casa y se quedaba como tonta mirando el ir y venir de la gente. De pronto murmuraba “En la montaña Dougao hay…”. Pero llegaba hasta aquí y se mordía los labios hasta que quedaba en ellos un hilo de sangre.
Un día que Changfamei estaba parada en la puerta de su casa vio a un anciano de barba blanca que venía del río, tambaleando con su carga de agua. En un descuido, el viejo tropezó con una piedra y cayó al suelo. El agua se derramó completamente, los cubos se rompieron y el hombre se lastimó una pierna, de la cual corría la sangre sin parar.
Ella corrió a ayudarlo. Se arrancó un pedazo de tela de su ropa y le vendó la herida. Mientras oía los quejidos del anciano, observó que sus ojos cerrados y su cara se crispaban sin cesar.
Entonces se dijo a sí misma: “Changfamei, ¡tú le tienes miedo a la muerte! ¡Porque tú tienes miedo a morir la tierra está reseca y los cultivos se han marchitado! ¡Es porque tú le temes a la parca que el sudor baña el rostro de los aldeanos exhaustos! ¡Porque tú le temes a la muerte este abuelito se ha lastimado la pierna! ¡Tú!…”.
No se contenía más y de pronto gritó:
– ¡Abuelo, en la montaña hay agua de fuente! Sólo hay que arrancar un rábano, romperlo, agrandar el orificio de donde sale el agua y ésta correrá a manantiales. ¡De verdad! ¡Yo lo he visto con mis propios ojos!
La muchacha no esperó que el viejo respondiera, sino que se levantó y salió corriendo con su cabello desplegado gritando por todo el pueblo:
– ¡En la montaña Dougao hay agua de fuente! ¡Vayan todos rápido!
Y a continuación les contó cómo había descubierto el agua, pero sin mencionar al dios de la montaña.
Los pueblerinos siempre habían considerado a Changfamei como una persona de buen corazón y todos le creyeron. La gente, unos con cuchillos de cocina y otros con cinceles siguieron a Changfamei atravesando la montaña y llegaron al precipicio. Ella arrancó con sus manos el rábano, lo tiró sobre una piedra y dijo:
– ¡Rápido! ¡Rápido! Aplasten este rábano.
Unos cuantos cuchillos hicieron picadillo al rábano y el agua del orificio empezó a salir, pero como el orificio era muy pequeño salía muy poca.
– ¡Agranden el hueco con las herramientas! ¡Rápido! ¡Rápido! – dijo Changfamei.
Perforando y perforando, en un rato el hueco quedó del tamaño de un tazón. Luego ya alcanzaba el tamaño de un cubo y al final quedó tan grande como una tinaja.
El agua comenzó a fluir por la montaña y los aldeanos rieron de alegría. Justo en ese momento se levantó un gran viento y Changfamei desapareció.
Como todo el mundo estaba contento mirando el agua nadie se dio cuenta de que ella ya no estaba.
Luego, alguien preguntó:
– ¿Y Changfamei? – Y otro contestó enseguida: “Seguramente se volvió primero a darle la feliz noticia a su madre enferma”.
Muy contentos los hombres cruzaron el precipicio y bajaron de la montaña. Pero Changfamei no había vuelto a su casa sino que había sido secuestrada por el dios de la montaña, quien le recriminó a gritos:
– Te advertí que no lo dijeras a nadie y tú te llevas a la gente a arrancar el rábano y a perforar un gran agujero. ¡Ahora te voy a matar!
Changfamei, con los cabellos desplegados, contestó fríamente:
– Si es por los demás, no me importa morir.
El dios de la montaña, apretando los dientes, le anunció:
– No voy a dejar que mueras tan fácilmente. Voy a hacer que te acuestes en el precipicio y que el agua que cae a chorros de la montaña te embista, ¡así sufrirás mucho tiempo!
– Si es por los demás, quiero sufrir ese tormento – respondió la muchacha –. Pero te suplico que me dejes volver primero a mi casa y encargarle a alguien que cuide de mi madre y de los cerdos.
El dios lo pensó y dijo:
– ¡Te dejo que vayas, pero si no regresas sellaré la salida del agua y mataré a todos los aldeanos! Cuando regreses te acuestas tú misma en el precipicio, ¡no quiero que vuelvas a molestarme!
Changfamei asintió con la cabeza y un viento la arrastró al pie de la montaña.
Mirando el agua corriendo de la montaña, los campos regados y el verdor de los cultivos, la muchacha rió a carcajadas.
Pero una vez en su casa no osaba contarle la verdad a su madre. – Mamá, en la montaña hay agua de fuente, ya no hay que preocuparse más por el agua – le dijo – las hermanitas de la aldea vecina me han invitado a que vaya a divertirme con ellas unos días, así que le voy a encargar a la tía que vive al lado que se ocupe en este tiempo de ti y de los cerdos.
– Bien – la madre sonrió.
Changfamei habló con la vecina y volvió junto a su madre:
– Mamá, no sé en verdad si estaré en la aldea vecina más de diez días, tú…
– Si te diviertes, quédate, la vecina es una buena persona y me cuidará bien.
Changfamei acarició el rostro y las manos de su madre y las lágrimas le rodaron por la mejilla.
Luego fue donde los cerdos, les palmeteó las cabezas y las colas y las lágrimas volvieron a correr por sus ojos.
– Mamá, me voy – dijo desde la puerta y sin esperar respuesta se dirigió a la montaña con su pelo suelto.
En la mitad del camino se hallaba un baniano. La muchacha pasó por debajo de él, acarició el tronco, y dijo:
– Gran baniano, ¡ya no podré venir a tomar el fresco bajo tu sombra!
De pronto, un anciano muy grande salió detrás del árbol. Tenía pelo verde, barbas verdes y ropa del mismo color.
– ¿A dónde vas, Changfamei? – le preguntó.
Ella lanzó un suspiro, bajó la cabeza y no contestó.
– Ya sé lo que te sucede. Eres una buena persona y yo quiero salvarte. He hecho una figura de piedra, igual a ti. Ve a verla, está detrás de la aldea.
Changfamei fue hasta allí y vio una muchacha hecha de piedra, muy parecida a ella misma, sólo que no tenía pelo. Se quedó estupefacta.
– El dios de la montaña quiere que te recuestes en el precipicio a recibir la embestida del agua. Ese tormento es insufrible. Hay que cargar esta piedra hasta el precipicio a recibir la embestida del agua. Ese tormento es insufrible. Hay que cargar esta piedra hasta el precipicio y hacer que ella te reemplace en el castigo. Pero falta el pelo largo. ¡Muchachita, aguanta el dolor!
Voy a tirar de tu pelo y a ponerlo en la cabeza de piedra. De este modo el dios de la montaña no sospechará.
El viejo no esperó respuesta, le arrancó la cabellera a la muchacha y la colocó sobre la imagen de piedra. Y ¡qué curioso!, al ponerlo echó raíces.
Changfamei quedó calva y la estatua de piedra lucía cabellera blanca.
– Muchachita, vuelve a casa. Ahora hay agua en la aldea y tú podrás sembrar junto con los aldeanos. ¡De ahora en adelante la vida mejorará cada vez más! – y dicho esto el anciano cargó la piedra y corrió hacia la montaña. Luego colocó la imagen en el precipicio haciendo que el agua la embistiera. El agua corría por el cuerpo a través de la cabellera, blanquísima y larga.
Changfamei se recostó contra el árbol como atontada. Sintió que la cabeza le picaba y cuando levantó la mano para tocarse, notó que el pelo le estaba creciendo. ¡Ah! ¡El pelo crecía y le iba cayendo por la espalda! Se trajó hacia adelante un mechón con la mano y vio que su pelo era negrísimo. Entonces saltó de la alegría.
Esperó un buen rato bajo el árbol, pero el viejo de ropas verdes no volvía. En eso sopló una brisa, se movieron las hojas del baniano y se oyó un sonido:
– El malvado dios de la montaña ha sido engañado. Vuelve a casa tranquila.
Changfamei miró la cascada “del cabello blanco” en la montaña Douguao observó el verdor de los cultivos en los campos, los vecinos alegres en el campo, el baniano de hojas verdes, y regresó a los saltos con su negra cabellera desplegada.
(Cuento de la nacionalidad dong)
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