Cierta vez y en cierto lugar había tres hermanas: la hermana Oro, la hermana Plata y la hermana Caracol. Las tres eran inteligentes, laboriosas y bellas como los crisantemos de la montaña. La hermosura de las muchachas cobró fama por lo que el ir y venir de los jóvenes de las aldeas cercanas y lejanas para proponerles matrimonio era tan interminable como la ronda de las abejas en la primavera. Sin embargo, las hermanas Oro y Plata tenían muchas pretensiones, con mucha malicia; a éste lo encontraban pobre, aquél otro era feo, de forma que escogiendo y escogiendo no habían encontrado todavía uno que las satisficiera. Pero la hermana Caracol no se parecía en nada a las otras dos. Aunque muy pequeña, era bondadosa y sólo pretendía un joven laborioso como compañero para sus días.
Una madrugada, cuando la hermana Oro se disponía a ir a buscar agua con el cubo áureo a la espalda, abrió la puerta de la casa y se pegó tal susto que tuvo que retroceder. Y es que en el umbral estaba durmiendo un mendigo viejo, sucio y harapiento, que le obstaculizaba el paso.
La joven agitó la mano y dijo, fastidiada:
– Apártate, apártate, deja pasar a la joven Oro que va a buscar agua.
El anciano pordiosero despegó un poco los párpados y dijo indiferente:
– ¿Necesitas el agua para algo importante?
– Mi padre la necesita para fermentar vino, mi madre para hacer mantequilla, y yo para lavarme la cabeza, ¿cómo no va a ser importante? – replicó con una mueca de desprecio.
– Yo no me puedo levantar – contestó el mendigo, al tiempo que volvía a cerrar los ojos –. Si quieres ir a buscar agua, pasa por encima mío.
La muchacha levantó la cabeza y respondió, completamente indiferente:
– He franqueado el lugar de reunión de mi padre y el sitio donde mi madre conversa, ¿por qué no habría de pasar por encima de ti?
Y dicho y hecho, pasó muy enojada por encima del cuerpo del mendigo.
Al día siguiente le tocaba a la hermana Plata ir a buscar agua. Iba con el cubo plateado a cuestas cuando abrió la puerta de la casa y viendo que allí dormí aun mendigo se pegó tal susto que retrocedió dos pasos, al tiempo que decía:
– Apártate, apártate, deja pasar a la joven Plata que va a buscar agua.
El mendigo le lanzó una mirada y contestó:
– ¿Necesitas el agua para algo importante?
A la muchacha, impaciente, se le inflamaron los ojos de cólera y replicó:
– Mi padre la necesita para fermentar vino, mi madre para hacer mantequilla, y yo para lavarme la cabeza, ¿cómo no va a ser importante?
El mendigo se envolvió en su ropa de arpillera, cerró los ojos y contestó:
– Si quieres ir a buscar agua, pasa por encima mío, yo no me puedo levantar.
La joven se levantó un poco la falda que le llegaba a los pies y dijo:
– He franqueado el lugar de reunión de mi padre y allí donde mi madre habla, ¿por qué no voy a poder pasar por encima tuyo?
Y acto seguido pasó por encima del hombre y se fue a buscar agua.
El tercer día le tocaba a la hermana Caracol ir a recoger agua. Se levantó por la mañana muy temprano, se cargó muy contenta a la espalda el cubo de concha y cuando abrió la gran puerta para salir se sobresaltó al ver que allí estaba durmiendo un viejo y sucio pordiosero. La hermana Caracol sintió pena por el hombre de edad avanzada y no quiso molestarlo por lo que lo llamó suavemente:
– Por favor, déjeme pasar que voy a buscar agua.
Pero el mendigo ni se movió ni abrió los ojos.
– No estoy obstaculizando tu camino – dijo el anciano – puedes pasar por encima mío.
– No he franqueado el lugar donde se reúne mi padre ni el sitio donde conversa mi madre, tampoco puedo pasar por encima de ti.
La joven, muy suavemente, dio la vuelta alrededor del cuerpo del viejo y cantando llegó a la orilla del río. El sauce de la orilla ya exhibía sus brotes verdes y las aguas corrían armoniosamente. Ella descargó el cubo de conchas, se arrodilló, bebió unos sorbos de agua cristalina y luego fue llenando el recipiente con el cucharón de conchas. En ese momento se las vio negras. ¿Cómo cargar el cubo sin la ayuda de otra persona? La joven miró en derredor suyo pero no divisó ni una sombra. Ya estaba muy inquieta sintió como un destello ante sus ojos: hete aquí al mendigo parado delante suyo. Ya no parecía aquel viejo medio moribundo sino que se le veía muy animado.
– Jovencita Caracol, voy a ayudarte a levantar el cubo – le dijo. La joven se puso muy contenta, se arrodilló y pegó la espalda al cubo, luego se colocó la pértiga en el hombro. El hombre en cuestión parecía querer crearle dificultades al levantar la pértiga un poco más arriba a veces y otras más abajo, de manera que ella no encontraba una manera cómoda de llevarla. La muchacha intentó pararse varias veces pero no lo logró. Finalmente, cuando ya lo había conseguido, como el cubo no había sido bien amarrado a la pértiga resbaló por ésta hasta caer hecho añicos. La muchacha, afligida por la pérdida del cubo y con miedo de que sus padres la rezongaran al volver a la casa se tapó la cara y sollozó.
En cambio, el viejo no se inmutó para nada, por el contrario le dijo sonriendo:
– ¿Qué tiene de especial este cubo? Yo puedo darte uno.
La joven no contestó sino que lloró con más fuerza, pensando: “Este pobretón, ¡con qué me lo va a poder devolver! Este no es un cubo común, está hecho de conchas y no se vende en ninguna parte.”
Quién se imaginaría que el viejo tenía su solución. Asió una a una las conchas, las mezcló y luego le dijo:
– Mira, muchacha Caracol, ¿acaso no está bueno el cubo?
¡Cómo le iba a creer la joven! Ella pensaba: “Evidentemente se ha roto, no te rías de mí.” Pero no pudo contener la curiosidad y miró: qué curioso, el cubo de conchas estaba enterito. Además, estaba lleno de agua cristalina. Se alegró tanto que hasta le vinieron deseos de cantar y pensó: “Este pordiosero no es una persona del montón seguramente, tal vez sea un genio”.
– Eres realmente una buena persona, me has salvado, ¿te puedo ayudar en algo? – le manifestó agradecida.
– No tengo donde dormir esta noche, me gustaría descansar sólo por hoy en la cocina de tu casa.
– Temo que mi madre no acepte, ella odia a los mendigos. Pero no te preocupes, yo se lo voy a rogar.
– No es necesario que lo hagas, muchacha. Si ella no está de acuerdo, tú le das lo que está dentro del cubo.
La chicuela no tenía claro qué es lo que había dentro del recipiente. Pero impresionada por quien creía un genio no preguntó más nada y retornó a su casa cargando el cubo con la pértiga.
Una vez en el hogar, al tiempo que vertía el agua en el recipiente de bronce, le comentó a su madre que un mendigo quería pasar la noche en la cocina de la casa. La señora frunció las cejas y reflexionó.
– ¿Cómo vamos a permitir que un viejo y sucio vagabundo pase la noche en la cocina de nuestra casa?…
En ese mismo momento ¡plaf! se oyó el ruido de una cosa amarilla que había caído dentro del cubo. Fue entonces que la muchacha recordó las palabras del mendigo y dijo:
– Además, él me dijo que le diera a mi madre lo que hay dentro del cubo.
La madre observó: aquello que había sonado era un anillo de oro por lo cual desfrunció el ceño y sonrió.
– Bueno, dejémoslo que duerma esta noche en la cocina – dijo.
Después de la cena toda la familia se reunió a charlar. El padre bebía té con mantequilla y la madre tejía. Hablando y hablando se tocó el tema del casamiento de las muchachas.
– Yo me quiero casar con el rey de la India – dijo la hermana Oro.
– Y yo con el rey de aquí – dijo la hermana Plata.
Cuando el padre le preguntó a la tercera, ésta se quedó sin saber qué decir. En ese momento entró sin anunciarse el mendigo y se dirigió a los mayores.
– Quiero hacerle de casamentero a la joven Caracol. Alguien tan hermoso y bueno como ella debe casarse con Gongzela.
¿Quién era ese Gongzela y dónde vivía? Nadie lo sabía ni había oído hablar de él. Los padres pensaron: “Este mendigo loco ¿a qué persona de renombre y posición puede conocer? Seguramente está proponiendo a otro pordiosero”. Cuando sus pensamientos llegaron a este punto los dos menearon la cabeza negativamente. Las otras dos hermanas estaban cuchicheándose al oído sin poder dejar de mirar a la otra con una sonrisa fría.
El mendigo se dio vuelta y le preguntó a la hermana Caracol:
– Gongzela es una buena persona, ¿estás dispuesta a casarte con él?
– No sé quién es – dijo ella.
– Confía en mí, no te engañaré, Gongzela podrá hacerte feliz.
La joven recordó lo que había sucedido aquella mañana. Ella sabía que el mendigo no haría trampas y asintió con la cabeza.
– Te creo y quiero casarme con Gongzela, pero, ¿dónde vive? ¿Y qué tipo de persona es?
– Eres realmente una muchacha inteligente. Si quieres buscar a Gongzela vente conmigo. Siguiendo las huellas de mi bastón llegarás hasta el lugar donde él habita.
Y dicho esto el anciano se dirigió hacia la puerta. La chica lo siguió mientras los padres, al ver que no la podían detener, montaron en cólera:
– Si te vas, no te vayas a arrepentir luego, porque en esta casa ya no podrás entrar.
Las otras dos jóvenes estaban a un lado sonriendo irónicamente.
La hermana Caracol atravesó el umbral de su casa pero ya no se veía ni la sombra del viejo mendigo. Del cielo colgaba una luna brillante que alumbraba el camino y ella encaminó sus pasos siguiendo las huellas del bastón del viejo.
Cuando la luna se iba escondiendo por el occidente y el sol se elevaba por el oriente, la joven, que no sabía cuánto había caminado ya, llegó a un gran dique. Sobre éste retozaba un rebaño de cientos de ovejas que semejaban en su conjunto un ramo de flores. Ella le preguntó al niño pastor:
– ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo?
– No. Sólo he visto pasar hace un momento a Gongzela, estas ovejas son suyas.
La muchacha agradeció al niño y siguió camina que camina hasta encontrar un vaquero.
– ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo?
– No. Sólo he visto a Gongzela que hace apenas un momento pasó por aquí. Estas vacas son todas suyas.
La joven se despidió del vaquero y prosiguió marchando hasta que se topó con un recuero y le preguntó:
– ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo?
– Sólo he visto pasar hace apenas un momento a Gongzela, estos caballos son de él, si quieres verlo sigue hacia adelante.
Tan idéntica respuesta de los tres hombres hizo sospechar a la joven, que pensaba mientras caminaba: “Al final de cuentas ¿qué tipo de persona es Gongzela? ¿Cómo puede tener tanto ganado? ¿El viejo mendigo será Gongzela? ¿Acaso me voy a casar con un viejo mendigo?” Pensando esto, de pronto levantó la cabeza y notó el término de un dique y un gran edificio parecido a un palacio que fulguraba, semioculto, con un brillo dorado. Entonces dio con un hombre canoso y le preguntó:
– Disculpe, ¿ha visto pasar a un anciano mendigo?
– No, – contestó el anciano sonriente – por aquí sólo acaba de pasar Gongzela.
La muchacha señaló el palacio a lo lejos y preguntó:
– Dígame por favor, ¿qué templo es aquél? ¿Qué buda hay allí?
– Muchacha, ese es el palacio de Gongzela, no es un templo. Sigue este camino, él te está esperando – expresó lleno de amabilidad.
La muchacha agradeció al hombre de pelo cano y se encaminó hacia el palacio. Por cada lugar por donde pisaban sus pies iban surgiendo del suelo flores, como por arte de magia, que compitiendo en colorido e inundando el aire de perfume parecían estar dando la bienvenida a quien llegara. Las flores lozanas se abrían al paso de la muchacha, formando así un camino florido que la condujo al frente del palacio.
Cuando ella pisó la escalera del edificio, la gran puerta se abrió inmediatamente. Gongzela junto con su séquito, vestido del color del arco iris, portando perlas, turquesas y corales, salió a recibirla y a pedirla en matrimonio. Ella notó impactada que Gongzela era un rey joven y guapo, por lo cual lo aceptó sin reservas: en ese momento supo que Gongzela no era otro que el viejo mendigo disfrazado.
Gongzela se sentó en una cama de oro y la muchacha vistió la ropa irisada, se enjoyó y se sentó en una cama de plata. Escogieron de mutuo acuerdo un día apropiado y se unieron como esposos viviendo muchos años felices en aquel palacio.
LA MUCHACHA CARACOL
(Cuento de la nacionalidad tibetana)
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