Eran los años de la Invasión de los ejércitos de Napoleón en España. Por tierras de Andalucía avanzaba el general Dupont con un regimiento francés. Pasando junto a una barrancada se vieron sorprendidos por un puñado de valientes. Eran diez españoles parapetados en las alturas de un barranco. Intimaron al general Dupont a que volviera atrás con su regimiento. Al pronto, el general creyó que tendría que habérselas con un gran ejército. Pero en seguida cayó en la cuenta de que sólo eran unos cuantos guerrilleros. Preguntaron los franceses a los españoles cuántos eran: El jefe de los españoles contestó: «¡Los suficientes!» A pesar de su arrojo, los guerrilleros se vieron arrollados y dispersos por el ejército francés. El jefe de la partida cayó prisionero. Este, un hombre alto y vigoroso, poseía una energía moral capaz de arrastrar a un pueblo.
Lo llevaron a un pueblecito andaluz y lo encerraron en el sótano del Ayuntamiento, habilitado para prisión. Un soldado francés pregonó al redoble del tambor que el prisionero sería fusilado al amanecer.
Todo el pueblo quedó consternado ante aquella brutalidad.
Dos mujeres del pueblo llegaron a la presencia del general. Una de ellas era joven y bella. La otra mujer era anciana. Estas dos mujeres querían ver al prisionero. El general dio el permiso con la condición de que entrase primero una y luego la otra.
El general llamó a un oficial que sabía castellano y le ordenó que escuchara en otra habitación lo que hablaban con el prisionero.
Entró la más joven, que era la esposa del prisionero. Al verla éste, dijo, con ternura: «¿A qué vienes, María?» Ella, con toda la fuerza de su amor, le dijo: «¡Vengo a morir contigo!. Ante el altar de la Iglesia de nuestro pueblo juraste ser mío y yo tuya para siempre. Los dos somos uno, quiero acompañarte hasta la muerte»
El oficial francés informó al general del diálogo que había oído. «¿quién es esa mujer? -preguntó-. «Su esposa, señor.»
El general dijo con seriedad: «¡Que salga de aquí, pero tratadla con respeto!»
Cuando entró la segunda mujer y la vio el prisionero, éste sólo pudo decir, emocionado: «¡Madre!» La valiente mujer le dijo: «Vengo a salvarte.» Quería que su hijo se vistiese con sus ropas y huyera para ella quedarse en prisión. El hijo le indicó que aquello era imposible. El oficial que oyó la conversación se la contó al general. El general preguntó: «¿Qué mujer es esa?» «¡Es su madre!»
El general se sintió abrumado ante tanto amor y dijo al oficial: «Dile a esa mujer que salga y que su hijo la acompañe libremente».
Al amanecer del día siguiente no hubo fusilamiento. El prisionero salió libre de la prisión militar.
Por Gabriel Marañón Baigorrí
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