Sucedió durante la segunda guerra mundial. Los ejércitos alemanes habían ocupado Polonia. El 17 de febrero de 1941 llegó la Policía alemana al convento de Niepokalanow. El padre Maximiliano Kolbe fue deportado a la prisión de Pawtak, en Varsovia, y encerrado en un barracón. Un día visitaba el oficial jefe el barracón. El odio de aquel hombre se encendió en cuanto vio al religioso con su rosario y crucifijo pendientes del cíngulo. Y, cogiendo entre sus manos el crucifijo, dándole tirones, le decía: «Pero ¿tú crees en esto?» El padre Kolbe, con gran mansedumbre y serenidad, le dijo: «Sí, señor, creo en esto». El oficial alemán, pálido de ira, le dio una bofetada. Tres veces le, hizo la misma pregunta y tres veces le contestó el franciscano: «Creo, sí, señor». Otras tantas bofetadas le dio el oficial.
El padre Kolbe fue trasladado más tarde al campo de concentración de Auschwitz. Primero se le ocupó como peón para la construcción de un muro. Después se le mandó a la tala de troncos a cuatro kilómetros del barracón. El jefe le cargaba los más pesadísimos troncos. Una de las veces el padre Kolbe, por el peso que llevaba, cayó a tierra, y el oficial le pateó el rostro y el vientre; le azotó con el látigo y le dijo: «¿No quieres trabajar, miserable?».
Pocos días después, uno de los prisioneros huyó del campamento. En aquel imperio de tiranía estaba decretado que al un prisionero huía, diez de los que pertenecían a su barracón debían morir, en el subterráneo de la muerte, de hambre y sed.
Al atardecer se formó a todos los prisioneros del barracón. El comandante, con voz dura, dijo: «Como el prisionero de ayer no ha aparecido, diez de vosotros iréis a la muerte». Se formaron diez filas con ellos. El comandante pasó frente a la primera fila y eligió un prisionero, al azar. Después pasó a la segunda fila y señaló a otro prisionero. Así hasta diez. Los condenados estaban horrorizados de angustia. Uno de ellos se despidió de sus amigos. Otro, el sargento Frank Gajownieczek, gemía de dolor, diciendo: «¡Adiós mi pobre esposa, adiós mis hijitos huérfanos». Estas palabras hirieron los nobles sentimientos del padre Kolbe. Sintió una gran pena por aquel padre de familia y se propuso ayudarle. Dirigiéndose al comandante, le dijo: «Quiero ir a la muerte en sustitución de ese padre de familia». El comandante, mirándole de arriba a abajo, le dijo fríamente: «¿Quién eres?». «Soy sacerdote católico», respondió. «¿Por qué haces esto?». El padre Kolbe le contestó: «Porque este padre es necesario a su familia». El comandante dijo: «Aceptado». Al padre se le introdujo en el grupo de los condenados y al sargento en el de los salvados.
Los diez prisioneros fueron llevados al subterráneo para que se cumpliera su triste destino. Todos los días se oían plegarias recitadas en voz alta. Al cabo de varios días las oraciones eran un pequeño rumor. Los prisioneros comenzaban a extenuarse. Algunos centinelas alemanes los miraban con respeto, pues comprendían que aquel castigo era injusto. Al cabo de tres semanas sólo vivían el padre Kolbe y dos prisioneros. Entonces el jefe de la enfermería inyectó a cada uno de los supervivientes una inyección de ácido muriático. Al poco rato los tres murieron.
El padre Kolbe quedó sentado en el suelo, muerto, apoyada la espalda en el muro, con los ojos abiertos, con una expresión de paz y serenidad.
Por Gabriel Marañón Baigorrí