En las ciudades medievales pueden verse con frecuencia ruinas de fortalezas o de castillos antiguos. Cuando todo el edificio ya está desmoronado, la torre sigue desafiando aún años y más años la fuerza destructora del tiempo.
Cuando estas torres seculares clavan inmóviles su mirada de piedra en el ajetreo de una vida nueva que se agita bajo sus pies, en medio de aquel vaivén descabellado, parecen la viva imagen del carácter: a sus pies todo cambia, se inclina, se adapta, se vende, de compra, pero ellas no ceden ni un ápice de sus principios.
Esta torre antigua viene a ser el símbolo del carácter firme del hombre que sabe cumplir su deber. Y como hubo un día en que esta torre era la defensa más fuerte de los habitantes del castillo, así también hay el hombre de carácter es la columna más poderosa de la sociedad humana. “¡Donde te colocó el destino, allí mismo sé todo un hombre y no abandones jamás el puesto!” -pregonan las piedras mudas de la torre secular-. “Miradme: yo no fui edificada en un solo día; ¡cuántos bloques de piedra tuvieron que acumularse! y ¡con cuánta fatiga, con qué voluntad, a costa de cuántos sudores!, pero ahora vedme aquí venciendo los siglos.”
Hijo mío, y tú ¡cuán fácilmente te cansas! ¡Cuántas veces te lanzas con ardor juvenil: ahora, ahora tomaré la senda del carácter; de hoy en adelante me dedicaré con ahínco a modelar y forjar el temple de mi espíritu! Pero pasan horas, pasan días y se achica la llama del entusiasmo, se apaga el fuego y tú… sigues como eras antes.
Para edificar la torre necesitáronse años, quizás decenas de años, y tú ¿quieres hacerte “carácter” en un sólo día? Si es difícil al principio seguir el sendero de la virtud, se hace más fácil a cada paso y en su meta te espera la paz de una conciencia tranquila.
Y mientras estoy mirando la torre del castillo veo algo en la cúspide que está moviéndose de continuo. Ya se vuelve hacia acá, ya gira hacia allá… ¡Ah! si… Es la veleta. No tiene dirección fija, no tiene base sólida, casi diría: no tiene principios, no tiene carácter. Porque si lo tuviera, en vano le cantaría el viento sus canciones al oído. Negar los principios, ceder algo de la propia convicción, porque así resulta más cómodo, porque así se puede hacer una carrera más brillante, porque en mundo entero sopla el viento en esta dirección, es lo propio de la veleta. Pero dime: ¿puede llamarse hombre quien se deja guiar en sus acciones, en sus principios, en su convicción, por circunstancias exteriores, por el parecer humano?
Y sin embargo, conoces a muchos compañeros de esta índole, ¿verdad? Son los que no caminan por sus propios pies, los que son menores de edad espiritualmente, los que en todo miran tan sólo lo que va a decir el vecino.
La conciencia levanta su voz: Oye tú; no leas este libro; sabes que rebosa de inmundicias morales; ¿por qué hundir el ropaje níveo de tu alma pura en un pantano de vicios? -Conforme, no lo leeré. Pero entonces llega el amigo: ¡Hola, santito pintado, que no eres más que un niño! -¿Cómo? ¿Yo un niño?-, y ya lee el libro. Lo lee y mientras vuelve las páginas va hundiendo su alma en la charca.
Grita la conciencia: ¡No vayas a ver esta película, abandona esa mala compañía!
-Sí, pero van también los “otros”, los “otros” también se divierten, ¿por qué he de ser yo precisamente la excepción?
Sí, si; ésta es la manera de obrar y de pensar… de las veletas.
Pues bien, medítalo: ¿qué quieres ser, torre de castillo o veleta? ¿El cobarde esclavo del respeto humano o el noble prisionero de tu conciencia?
Tihamer Toth. El joven de carácter. Atenas.