Érase una vez un cuervo sediento. Había volado mucho tiempo en busca de agua.
De pronto vio una vasija. Descendió y vio que contenía un poco de agua, pero estaba en el fondo de la vasija y él no llegaba con el pico.
-Pero debo beber esa agua –graznó-. Estoy demasiado fatigado para seguir volando. ¿Qué haré? Ya sé. Volcaré la vasija.
Le pegó con las alas, pero era demasiado pesada. No podía moverla.
Recapacitó.
-¡Ya sé! La romperé y beberé el agua cuando se derrame. Estará muy sabrosa.
Con pico, garras y alas se arrojó contra la vasija. Pero era demasiado fuerte.
El pobre cuervo se tomó un descanso.
-¿Qué haré ahora? No puedo morir de sed con el agua tan cerca. Ha de haber una manera, y sólo necesito pensar hasta descubrirla.
Al cabo de un rato el cuervo tuvo una idea brillante. Había muchos guijarros en torno. Los tomó uno por uno y los arrojó en la vasija. Poco a poco el agua subió, hasta que al fin pudo beberla. ¡Qué sabrosa estaba!
-Siempre hay un modo de vencer los escollos –dijo el cuervo-, si sabemos aguzar el ingenio.
Esopo
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