En Roma vivía una vez un pobre esclavo llamado Androcles. Su amo era un hombre cruel, y lo trataba tan mal que al fin Androcles se fugó.
Permaneció en una selva muchos días. Pero no encontraba comida, y se debilitó y enfermó tanto que pensó que moriría. Así que un día entró en una caverna y se acostó, y pronto se durmió profundamente.
Al rato un gran ruido lo despertó. Un león había entrado en la cueva, y rugía furiosamente. Androcles sintió mucho miedo, pues estaba seguro de que la bestia lo mataría. Pero pronto vio que el león no estaba enojado, sino que cojeaba como si le doliera una pata.
Androcles tuvo la osadía de tomar la pata coja del león para ver qué le pasaba. El león se quedó quieto, y frotó la cabeza contra el hombro de Androcles. Parecía decirle: “Sé que me ayudarás.”
Androcles alzó la pata y vio que una espina larga y filosa causaba ese dolor. Tomó el extremo de la espina con los dedos, dio un tirón rápido y fuerte y la extrajo. El león estaba feliz. Saltaba como un perro, y lamió las manos y los pies de su nuevo amigo.
Androcles ya no le tuvo miedo a partir de entonces. Y cuando anochecía, él y el león dormían lado a lado.
Durante largo tiempo, el león le llevó comida a Androcles todos los días, y ambos se hicieron tan amigos que Androcles se sentía muy dichoso con su nueva vida.
Un día unos soldados que pasaban por el bosque encontraron a Androcles en la cueva. Sabían quién era, así que lo llevaron de regreso a Roma.
La ley de esa época establecía que todos los esclavos que escapaban de su amo debían luchar contra un león hambriento. Así que encerraron un tiempo a un fiero león sin comida, y se fijó el momento para lucha.
Cuando llegó el día, miles de personas se apiñaron para ver el espectáculo. En esa época iban a esos sitios tantas personas como las que hoy van a un circo o a ver un partido de fútbol.
Se abrió la puerta, y el pobre Androcles salió a la arena. Estaba medio muerto de miedo, pues ya oía los rugidos del león. Miró hacia arriba, y vio que no había piedad en los miles de rostros que lo rodeaban.
Entonces entró el hambriento león. De un salto llegó hasta el pobre esclavo. Androcles soltó un gran grito, no de miedo, sino de alegría. Era su viejo amigo, el león de la caverna.
La gente, que esperaba ver cómo el león mataba al hombre, se quedó maravillada. Vio que Androcles echaba los brazos al pezcuezo del león, que el león se tendía a sus pies y se los lamía, y que la gran bestia frotaba la cabeza contra el rostro del esclavo, como si quisiera que la mimaran. Nadie entendía lo que sucedía.
Al cabo de un rato pidieron a Androcles que contara su historia. Androcles se plantó ante ellos y, rodeando el cuello del león con el brazo, contó que él y la bestia habían vivido juntos en la caverna.
– Yo soy un hombre -dijo-, pero ningún hombre ha sido mi amigo. Este pobre león ha sido el único que fue amable y nos amamos como hermanos.
La gente se apiadó del pobre esclavo.
– ¡Vive en libertad! -exclamaron todos-. ¡Vive en libertad!
Otros gritaban:
– ¡Que también liberen al león! ¡Que ambos sean libres!
Así liberaron a Androcles, y le entregaron el león. Y vivieron juntos en Roma por muchos años.
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