Hace miles de años vivía en el Asia un rey llamado Creso. El país que gobernaba no era muy vasto, pero su gente era próspera y famosa por su riqueza. Se decía que Creso era el hombre más rico del mundo, y tan célebre es su nombre que aún hoy es común decir que un individuo acaudalado es “rico como Creso”.
El rey Creso poseía todo lo necesario para ser feliz: tierras, casas, esclavos, finas prendas y objetos bellos. No podía pensar en nada que pudiera darle más comodidad ni satisfacción, y se decía: “Soy el hombre más feliz del mundo”.
Un verano sucedió que un gran hombre de allende el mar viajaba por el Asia. Esa hombre se llamaba Solón, y era legislador de Atenas, en Grecia. Era célebre por su sabiduría, y siglos después de su muerte, el mayor elogio que podía hacerse de un hombre culto era decir: “Es sabio como Solón”.
Solón había oído hablar de Creso, así que un día visitó su hermoso palacio. Creso estaba ahora más feliz y orgulloso que nunca, pues el hombre más sabio del mundo era su huésped. Condujo a Solón por el palacio y le mostró las suntuosas habitaciones, las finas alfombras, los mullidos divanes, los labrados muebles, los cuadros, los libros. Luego lo invitó a ver los jardines, huertos y establos, y le mostró miles de objetos raros y hermosos que había coleccionado en todas partes del mundo.
Al anochecer el hombre más sabio y el hombre más rico cenaban juntos, y el rey dijo al huésped:
– Dime, oh Solón, ¿quién crees que es el más feliz de lo hombres?
Esperaba que Solón respondiera: “Creso”.
El sabio guardó silencio un minuto, y luego dijo:
– Tengo en mente a un pobre hombre que vivió un tiempo en Atenas y se llamaba Telo. A mi juicio, era el más feliz de los hombres.
Creso no esperaba esa respuesta, pero ocultó su decepción y preguntó:
-¿Por qué lo crees?
– Porque -respondió el huésped- Telo era un hombre honesto que trabajo con ahínco durante muchos años para criar a sus hijos y brindarles una buena educación. Y cuando ellos crecieron y pudieron apañárselas por su cuenta, él se alistó en el ejército ateniense y dio su vida con valentía en defensa de su patria. ¿Puedes pensar en alguien que sea más merecedor de la felicidad?
-Quizá no -respondió el atragantado Creso-. ¿Pero a quién consideras más cerca de Telo en la felicidad?
Ahora estaba seguro de que Solón respondería: “Creso”.
-Tengo en mente -dijo Solón- a dos jóvenes a quienes conocí en Grecia. Su padre murió cuando ambos eran niños, y eran muy pobres. Pero trabajaron virilmente para mantener su casa y a su madre, quien sufría de mala salud. Año tras año trajinaron, sin pensar en nada salvo el bienestar de la madre. Cuando al fin ella murió, consagraron todo su amor a Atenas, su ciudad natal, y la sirvieron noblemente mientras vivieron.
Entonces Creso se enfureció.
-¿Por qué no me tienes en cuenta -preguntó- y restas importancia a mi riqueza y mi poder? ¿Por qué pones a esos pobres trabajadores por encima del rey más rico del mundo?
– Oh rey -dijo Solón-, nadie puede decir si eres feliz o no hasta que mueras. Pues nadie sabe qué infortunios pueden sorprenderte, ni qué desdicha puede despojarte de todo este esplendor.
Muchos años después surgió en Asia un poderoso rey llamado Ciro. A la cabeza de un gran ejército marchó de una comarca a la otra, derrocando a muchos monarcas y anexionando tierras a su gran imperio de Babilonia. El rey Creso, pese a sus riquezas, no pudo oponer resistencia contra ese poderoso guerrero. Resistió todo lo que pudo. Cuando la ciudad cayó, su bello palacio fue incendiado, sus huertos y jardines destruidos, sus tesoros arrebatados, y él mismo cayó prisionero.
– La terquedad de Creso -declaró el rey Ciro- nos ha causado muchos problemas y la pérdida de muchos buenos soldados. Llevadlo y transformadlo en escarmiento para otros reyezuelos que deseen ponerse en nuestro camino.
Los soldados capturaron a Creso y lo arrastraron al mercado, tratándolo con rudeza. Construyeron una gran pilas de ramas secas y maderas tomadas de las ruinas de su bello palacio. Cuando terminaron, amarraron al desdichado rey en el medio y uno buscó una antorcha para prenderle fuego.
-Tendremos una alegre fogata -dijeron esos crueles sujetos-. ¿De qué le sirve ahora toda su fortuna?
Mientras el pobre Creso, magullado y sangrante, yacía en la pira sin un amigo que aliviara su desdicha, pensó en las palabras que Solón le había dicho años antes, “Nadie puede decir si es feliz o no hasta que te mueras”, y gimió:
– ¡Ay Solón, Solon!
Sucedió que en este momento Ciro pasaba por ahí y oyó sus quejas.
– ¿Qué dice? -preguntó a sus soldados.
– Dice “Solón, Solón, Solón” -respondió uno.
El rey se acercó a Creso.
– ¿Por qué invocas el nombre de Solón?
Creso calló al principio, pero cuando Ciro le repitió la pregunta con amabilidad, le contó la visita de Solón al palacio y le repitió las palabras del sabio griego.
La historia afectó profundamente a Ciro. Reflexionó sobre las palabras “Nadie sabe qué infortunios pueden sorprenderte, ni qué desdicha puede despojarte de todo este esplendor”, y se preguntó si alguna vez también él perdería su poder y estaría inerme en manos de sus enemigos.
– A fin de cuentas -dijo-, ¿no deben los hombres ser misericordiosos y amables con aquellos que se encuentran en desgracia? Haré con Creso lo que quisiera que otros hicieran conmigo.
Y ordenó que Creso fuera puesto en libertad, y a partir de entonces lo trató como uno de sus amigos más honorables.
Versión de James Baldwin. El libro de las virtudes.
(El historiador griego Herodoto narra esta historia. Creso (560-546 a.C.), rey de lidia, en el Asia Menor, era un monarca de proverbial riqueza).
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