Érase una vez un hombre tan malhumorado que pensaba que su esposa nunca hacía nada en casa. Una noche, en la época de levantar el heno, regresó a la casa quejándose porque la cena aún no estaba servida, el bebé estaba llorando y la vaca no estaba en el establo.
-Me deslomo trabajando todo el día –rezongó- y tú te quedas en la casa para cuidarla. Ojalá para mí fuera tan fácil. Yo serviría la comida a tiempo, te lo aseguro.
-Querido, no te enfades tanto –dijo su esposa-. Mañana cambiemos nuestras tareas. Yo iré a segar el heno y tú te quedarás a cuidar la casa.
Al esposo le pareció muy bien.
-Me vendrá bien un día de descanso –dijo-. Haré todas las tareas en un par de horas, y dormiré toda la tarde.
A la mañana siguiente la esposa se echó una guadaña al hombro y enfiló hacia el henar. El esposo se quedó para hacer las tareas de la casa.
Primero lavó ropa, y luego se puso a preparar mantequilla, pero al poco tiempo recordó que debía colgar la ropa para secarla. Fue al patio, y acababa de colgar las camisas cuando vio que el cerdo entraba en la cocina.
Corrió a la cocina para ahuyentar al cerdo y evitar que volcara la mantequera. Pero apenas atravesó la puerta, vio que el cerdo ya la había volcado, y allí estaba, gruñendo y lamiendo la crema, que se extendía por todo el suelo. El hombre se enfureció tanto que se olvidó de las camisas y corrió al cerdo.
Lo capturó, pero el animal estaba tan embadurnado de mantequilla que se le resbaló de los brazos y atravesó la puerta. El hombre salió al patio, dispuesto a pillar a ese cerdo a toda costa, pero se paró en seco al ver la cabra. Estaba bajo la soga de tender ropa, masticando y engullendo las camisas. El hombre ahuyentó la cabra, encerró al cerdo y bajó las camisas que le quedaban.
Luego fue al depósito y descubrió que quedaba crema suficiente para llenar de nuevo la mantequera, y se puso a batir, pues debían tener mantequilla para la cena. Cuando hubo batido un poco, recordó que la vaca todavía estaba encerrada en el establo, y no había comido ni bebido nada en toda la mañana, aunque el sol estaba alto.
Pensó que el prado estaba demasiado lejos, así que la puso en el techo de la casa, pues debemos recordar que el techo tenía grama. La casa estaba cerca de una colina empinada, y pensó que le sería fácil subir la vaca si unía la ladera de la colina con el techo por medio de un tablón ancho.
Pero no podía dejar de batir, porque el bebé gateaba por el suelo. “Si me voy –pensó-, el bebé la volcará.”
Así que puso la mantequera en la espalda y salió con ella. Entonces pensó que le convendría dar de beber a la vaca antes de llevarla al techo, y consiguió un cubo para extraer agua del pozo. Pero cuando se agachó en el brocal, la crema se salió de la mantequera, le resbaló por los hombros y la espalda y se derramó en el pozo.
Se aproximaba la hora de la cena, y ni siquiera tenía preparada la mantequilla. En cuanto puso la vaca en el techo, pensó que le convendría hervir el potaje. Llenó la cacerola de agua y la colocó sobre el fuego.
Cuando hubo hecho esto, pensó que la vaca podría caerse del techo y desnucarse, así que trepó al techo para atarla. Ató un extremo de la soga en torno del pescuezo de la vaca, y metió el otro por la chimenea. Luego regresó adentro y se la sujetó a la cintura. Tuvo que darse prisa, porque el agua estaba hirviendo en la cacerola, y todavía tenía que moler la avena.
Se puso a moler. Pero mientras lo hacía, la vaca se cayó del techo a pesar de todo, y al caerse arrastró al pobre hombre por la chimenea. Allí se quedó atorado. Y en cuanto a la vaca, quedó colgando contra la pared, entre el cielo y la tierra, pues no podía subir ni bajar.
Entretanto la esposa, que estaba en el campo, esperaba a que su esposo la llamara a comer. Al fin pensó que había esperado demasiado y regresó a casa.
Al llegar vio la vaca colgada en esa incómoda posición, corrió arriba y cortó la soga con la guadaña. Pero en cuanto lo hizo, su esposo cayó por la chimenea. Y cuando ella entró en la cocina, lo encontró de cabeza en la cacerola.
-Bienvenida –dijo él, una vez que ella lo rescató-. Debo decirte algo.
Y le dijo que lo lamentaba, y le dio un beso, y nunca más se quejó.
Wiliam J. Bennett. El libro de las virtudes. Vergara.