Una vez, a media noche, los hombres tuvieron el mundo a su disposición. Durante mucho tiempo, habida cuenta de lo que sabemos, permanecieron muy tranquilos; durante la mañana y la tarde de ese día se limitaron a vagabundear en pequeños grupos, a cazar animales con lanzas y flechas, a refugiarse en cavernas y vestirse con pieles.
Hacia las seis de la tarde empezaron a aprender algo sobre semillas y agricultura, sobre el pastoreo y cosas semejantes; hacia las siete y media se habían establecido en grandes ciudades, en especial en Egipto y la India y entre los países comprendidos entre estas dos naciones.
Después llegó Moisés, que partió en búsqueda de la Tierra Prometida, a las nueva menos cuarto. Tras él vinieron Buda en la India, Sócrates en Grecia y Confucio en China, que no llegaron a conocerse, hacia las diez y diez. En torno a las diez y media apareció Cristo, algo después de la Gran Muralla China y de Julio Cesar. Alas once fue el momento de Mahoma.
Hacia los once y media surgieron las primeras grandes ciudades en Europa del Norte. A partir de las doce menos cuarto, los hombres salieron de estas grandes ciudades y saquearon el resto del mundo por doquier. Primero expoliaron América del Norte y del Sur, luego la India y, finalmente, cuando sólo faltaban cuatro minutos para medianoche, le llegó el turno a África.
Dos minutos antes de media noche se desencadenó una gran guerra entre ellos, a la que siguió otra semejante sólo cincuenta segundos después. En el último minuto del día, esos hombres del norte de Europa fueron expulsados de la India, de Africa y de muchos otros países, pero no de Norteamérica, donde se habían instalado de forma estable.
En ese último minuto, además, inventaron las armas nucleares, desembarcaron en la Luna, fueron responsables de, prácticamente, doblar la población mundial y consumieron más petróleo y metales de los que se habían utilizado en las precedentes veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos.
Volvía a ser media noche, el inicio de un nuevo día.