Al pasar, de noche, cerca de la cueva de unos peludos, una mulita oyó el ruido de la conversación, y como es bastante curiosa por naturaleza, se acercó despacio y paró la oreja para escuchar mejor. Primer no oyó más que el murmullo confuso del cuchicheo; y pensó que no debían hablar de religión ni de política, pues parecían muy sosegados; concentró su atención y empezó a distinguir las palabras cuando comprendió que de ella misma y de su familia se trataba.
Pensó, pues parecen ser bastante amigos, aunque parientes, los peludos con las mulitas, que estarían haciendo su elogio, y ya se preparó a saborear alabanzas que tanto mayor valor tendrían, cuanto más sinceras tenían que ser.
Había vivido poco, ignorando todavía que a los ausentes, lo mejor que les pueda suceder, es que no se acuerde nadie de ellos, y prestando más y más el oído, oyó que uno tras otro, como frailes en responso, los peludos cantaban sus glorias y las de su familia, pero de singular modo, no dejando un vicio, un defecto, un ridículo, que no atribuyeran a ella o a alguno de sus más queridos deudos. Oyó cosas terribles, que nunca se hubiera pensado que pudiesen salir de la boca más odiada, invenciones pestilenciales, calumnias ponzoñosas, pérfidas exageraciones y restricciones peores, alegres votos de muerte, de ruina, de deshonra para ella y para los suyos; y se fue corriendo a su cueva, a contarlo todo a su madre, aniquilada por el dolor de haber oído tamañas cosas.
-¡Bien hecho! -le dijo la madre-, bien hecho, por indiscreta. Guarda tu oído de las rendijas, pues no acostumbran ellas cantar alabanzas ni tampoco tienen para qué guardar la boca.