Durante un tiempo, tanto los herbívoros como los carnívoros habían tomado parte en el gobierno. Y no por esto andaban peor las cosas: al contrario, pues cada cual traía el tributo de sus cualidades peculiares, y mientras reinó la concordia, todo anduvo perfectamente.
Pero los que comen pasto, creyéndose, quizá con razón, más útiles que los carnívoros, quisieron echar a éstos del gobierno. Los carnívoros que eran los menos pero que tenían para sí la fuerza bruta, se resistieron y fueron, al fin y al cabo, los herbívoros los que tuvieron que ceder y salir.
Por supuesto que los otros no dejaron en el gobierno ni a uno solo de sus contrarios, y tuvieron que sufrir la dura ley del vencido, los vacunos y los yeguarizos, la oveja y la cabra, el huanaco y la gama, y hasta las palomas.
Y los carnívoros colocaron en todos los puestos del gobierno a sus solos partidarios, desde el tigre, que fue presidente, hasta la gaviota que entró de portera. El puma, el cimarrón; el zorro, el gavilán, y el mismo tábano, todos tuvieron colocación, y los herbívoros se tuvieron que conformar con pasárselo lamentando que sus méritos quedaran inútiles.
¿Quién tenía la culpa?
Cuentan que fue entonces cuando el cerdo (siempre ha sido vividor) se acostumbró a comer carne con unos y vegetales con otros, «por si sobreviniera -dijo- algún acuerdo».