Los cañadones y las lagunas estaban resecos; los arroyos se cortaban y las vertientes habían bajado tanto que ya difícilmente se podía sacar agua de los jagüeyes. Era de toda necesidad que algo se hiciera para salvar la situación: establecer represas, cavar pozos surgentes, regularizar el curso de los arroyos, poner en práctica por fin todas las buenas ideas que inspiran las apremiantes necesidades; de otro modo, se morirían todas las haciendas de la región.
Hubo un meeting y se decidió que una diputación fuera a interpelar al gobierno para increparle su desidia e impelerlo a que tomase inmediatamente las medidas que el caso requería.
Pero mientras aprontaban sus discursos los comisionados, empezó a llover, y llovió a cántaros; ¡llovió! pero ¡qué llover!… Y, cuando se presentó la comisión, la recibió el ministro de Lagunas y Jagüeyes, entre burlón y orgulloso. Habló con elocuencia de las medidas enérgicas que hubiera tomado si la sequía hubiese seguido; casi habló de la lluvia como de una de ellas; y con derramar flores de retórica sobre las campiñas verdes, cubiertas ya de pasto renaciente, logró una ovación triunfante.
Todos quedaron conformes y ni siquiera se acordaron de que pudiese volver la sequía.
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