Un carancho, cansado de oír tratar con el consiguiente desprecio de «nido de carancho» todo lo que en este mundo anda desordenado, resolvió quitar de encima de su raza esta vergüenza; y se desveló, cavilando, calculando, combinando, gastando tiempo y dinero en inventar y perfeccionar modelos de nido, a cual más cómodo, más higiénico, más bien arreglado bajo todo concepto, hasta conseguir uno que llenase todas las condiciones deseables.
Cuando le pareció haber completado su obra, resolvió presentarla a la gran asamblea anual de los caranchos que se suele juntar en la primavera alrededor de una laguna, en la Pampa del Sur.
Empezó por preparar los ánimos con un discurso bien pensado, sensato y ponderoso, deplorando que una rutina secular en la confección absurda de los nidos destinados a alojar el fruto de sus amores, hubiera condenado a los caranchos a servir de lema al desorden y al barullo. Y enseñó a la concurrencia el modelo de nido perfeccionado, de su invención, que tantos desvelos le había costado. Explicó cómo se debía construir, acomodar y cuidar, asegurando que el uso de este nido por todos los caranchos los pondría a la cabeza de la civilización pajarera. Creía el pobre que lo iban a aclamar; que todos iban a celebrar entusiasmados su genio inmortal y su gloria sin par.
Primero, no hubo más que un murmullo de satisfacción cuando terminó el discurso, que había sido algo largo; y algunos tímidos elogios escasos y con restricciones, por el mucho trabajo que le había de haber costado la construcción del modelo, muy bien ideado, por cierto, pero… y empezaron las críticas, y no faltaron, entre la gente joven y poco seria algunas risas, porque siempre lo que es nuevo parece algo ridículo.
Uno encontró absurdo el tener un reparo contra la intemperie; los antepasados habían empollado al aire libre y no había más que hacer lo mismo que ellos. Por lo de tener una especie de canasto bien tejido con mimbre en vez del manojo de brusquillas mal arregladas que hasta hoy habían usado, les parecía, en general, una idea temeraria; pues no todos los caranchos sabrían tejer, y esto traería forzosamente complicaciones en los hogares y quizá en toda la república.
En cuanto a forrar con lana, cerda, pluma y hojas secas, el fondo del nido para tener mejor los huevos, y sobre todo, los pichones al nacer, ni pensarlo. Los caranchos, acostumbrados desde miles de generaciones a tener cuando empollan, palitos y espinas que les entran en las carnes por todos lados, comodidad que completan la lluvia y el sol en el lomo y las corrientes de aire por debajo, no podían, sin cometer una locura y hasta un crimen, repudiar las costumbres heredadas de los antepasados. Un orador fogoso habló de atentado a la constitución, y los ánimos se fueron sobreexcitando poco a poco de tal modo que por poco escapó el malhadado reformador de ser muerto a picotazos.