Acordándose de su grandeza pasada, cuando eran gliptodontes, las mulitas, peludos y matacos, indignados de que ya todos los despreciaran, convinieron en formar un gran partido, que mimando por la base el edificio político, acabaría por derrumbarlo.
De construir otro no hablaron todavía, pensando que destruir ya era mucha ocupación, y empezaron a cavar tantos pozos, que no pudo menos el gobierno que fijar en ellos su atención.
El programa de los revolucionarios era muy sencillo y claramente anunciaba su intención: voltear al gobierno y ponerse en su lugar.
Reformarían entonces las leyes, dando al país otros rumbos, naturalmente mucho mejores, y más dignos de sus grandes destinos, y de ese noble ejemplo nacerían reformas tan profundas que renovarían, no sólo al país, sino a muchos otros, a la humanidad entera, abriendo a la civilización otros horizontes, nuevos, inmensos.
El gobierno pensó que, en presencia de un movimiento de tan amplias proyecciones, debía tomar medidas inmediatas, enérgicas y adecuadas.
No vaciló: nombró al peludo más comprometido en el movimiento revolucionario, comisario en un pueblito de doscientas almas, con condición expresa de que primero se empeñara en calmar los ánimos, lo que hizo en seguida con espléndido resultado.
¿Qué más revolución hubiera querido, ya que tenía sueldo?