En este mundo, amigo, tiene que haber poderosos y débiles, ricos y pobres, gordos y flacos, hermosos y feos, amos y sirvientes, mandones y mandados. Ha sido, es así y será así siempre y en todas partes del mundo.
Así le decía un cerdo cebado, gordo y lustroso, a un pobre cerdo de campo, puro huesos y cuero peludo, para infundirle el respeto que consideraba serle merecido, por el permiso generosamente otorgado de tomar de su comedera una que otra espiga de maíz. Y el cerdo flaco, haciéndose el convencido, miraba con inmensas ganas de reírse a ese ser informe, incapaz de moverse; y pensaba entre sí: «¡Si será posible que ese fenómeno críe orgullo! ¡No te hinches, que vas a reventar!». Pero quedaba muy serio, y el cerdo cebado no podía leer semejante pensamiento en sus ojos humildes.
Mientras tanto, en el patio, un perro grande miraba desdeñosamente a un cusquito que pasaba cerca de él, la cola entre las piernas y los ojos suplicantes para que no le pegase. Y una vez evitado el peligro, el cusquito se fue algo lejos a echarse, y miraba de reojo al otro, diciendo entre sí: «¡Qué lástima que seas tan tonto como sois de grande, de grueso y de fuerte!». Y en el fondo de sus ojos brillaba una lucecita burlona y alegre que por la distancia no podía ver el perro grande, no siendo tampoco bastante perspicaz para adivinarla…
En los montes, el tigre llamó al gato de servicio para darle una orden, que más que orden, por el tono parecía reprensión, y respetuosamente se cuadró el gato, escuchando con atención lo que le gritaba el superior; y éste ni nadie hubiera podido ver, ni siquiera, sospechar, que detrás de esos ojos inmóviles y fríos había todo un poema de burla íntima, impenetrable y penetrante.
El gusano, al esconderse en el leño se mofa del bien-te-veo y de su grito amenazador; y la lombriz, humilde y fea, se burla de la mariposa, joya de la naturaleza; y la lechuza, del águila; el enano, del gigante; el jorobado, del Adonis.
Demasiado desgraciados serían los pequeños, los débiles, los humildes, los pobres, los feos, los que siempre obedecen y nunca mandan, si no tuvieran el inocente consuelo de poderse reír a su gusto, solos o entre sí, de los grandes y de los fuertes, de los orgullosos y de los que lucen su belleza, de los que siempre mandan y siempre son obedecidos.
-¡Ríanse, ríanse…! ¡Pero que no los vayan a ver!