“Cuéntame otro cuento, por favor”, suplicó Lom. “No ya es hora de dormir”,
contestó su anciano criado. Así que el pequeño se acurrucó en la cama y pensando en la historia que acaba de escuchar.
Desde que Lom era muy niño, el viejo criado le contaba cada noche historias
maravillosas: cuentos sobre enormes gigantes y poderosos magos, tigres feroces y sabios elefantes, emperadores opulentos y hermosas princesas.
Cada noche tocaba una historia nueva, y a Lom le encantaba escucharlas. Sabía que el criado había oído los cuentos de labios de su madre, su abuela, su bisabuela, y que eran historias muy antiguas.
Lom solía alardear delante de sus amigos de saberse muchos cuentos. “¿Por qué no nos cuenta uno?”, le pedían una y otra vez. “No –gritaba Lom-, son míos, y no se los contaré a nadie”.
Todo el mundo sabe que los cuentos están para ser contados, pero como Lom no los compartía con nadie, se iban quedando aprisionados en una vieja bolsa, colgada en su habitación.
Lom siguió creciendo, acompañado por los cuentos que el viejo criado le contaba cada noche, y se convirtió en un apuesto joven. Decidió casarse con una bonita joven de un pueblo vecino. La noche antes de la boda, el viejo criado oyó unos extraños murmullos en la habitación de Lom. ¿Qué será eso?”, refunfuño, y se puso a escuchar atentamente.
Los murmullos venía de la vieja bolsa. Eran los cuentos, que charlaban entre sí lamentándose: “Mañana se casa y por su culpa nos quedamos aquí apretujados”.
“Debió dejarnos salir”, se quejó otro cuento. “Le haremos pagarlo claro”, gritó un tercero. “Tengo un plan”. Dijo el primer cuento. “Cuando vaya mañana al pueblo para la boda le entrará sed. Me convertiré en pozo y, cuando beba agua, le entrará un dolor de estómago terrible”.
“Por si el plan no funciona, yo me convertiré en sandía. Cuando se la coma, sufrirá un dolor de cabeza espantoso”, dijo el segundo cuento.
“Yo me convertiré en serpiente y le morderé”, dijo el tercero. “Sentirá un dolo insoportable en la pierna.” Y los cuentos se rieron cruelmente tramando su venganza.
El viejo sirviente se quedó horrorizado. “¿Qué hago?”, se preguntó. “Tengo que evitarlo”. El criado pasó toda la noche entera pensando como salvar al joven.
Por la mañana, cuando Lom se disponía a partir en su caballo al pueblo vecino, el criado salió apresuradamente y agarró las bridas del animal. Guió al animal por las colinas hasta llegar a un pozo.
“¡Alto! – gritó Lom-, tengo sed”, pero el anciano hizo seguir al caballo sin detenerse en el pozo. Al poco llegaron a sembrado repleto de sandias. “¡Para!, gritó Lom.
“Estoy muerto de sed. Quiero una sandía”. El criado no quiso detenerse y siguieron adelante.
Llegaron al pueblo y durante la boda el criado se pasó todo el tiempo mirando por todas partes, pero no vio ninguna serpiente.
Al anochecer, los novios se dirigieron a su casa. Los vecinos habían cubierto todo el suelo de la casa de alfombras.
De repente, el viejo criado entró corriendo en los aposentos de los novios. “¿Cómo te atreves a entrar aquí de ese modo?”
El viejo criado levantó la alfombra y dejó al descubierto una serpiente venenosa. La cogió por la cabeza y la tiró por la ventana. “¿Cómo sabías que estaba ahí?”, preguntó Lom asustado.
El criado le habló de los cuentos apretujados en la bolsa y de sus planes de venganza por haberlos olvidado y no compartirlos con nadie.
Desde aquel día Lom empezó a contarle los cuentos a su mujer. Uno por uno,
fueron saliendo todos los cuentos de la bolsa con gran alegría.
Año más tardes, Lom se los contó a sus hijos, y a su vez, ellos se los contaron a los suyos.
Hoy en día se siguen contando. Lo sé muy bien, porque yo también los he escuchado y porque yo soy uno de esos cuentos apretujados en la bolsa.