Recientemente estaba viendo una de esas películas americanas que suelen poner a mediodía como relleno de programación. La película, plagada de tópicos y completamente previsible, contaba la típica historia del chico atolondrado y tímido, enamorado hasta las trancas de la chica guapa y popular del instituto.
La cuestión es que el chico no se atreve a decirle a su amada lo que siente, y cada vez que se encuentra con ella no puede articular ni un simple “buenos días”. Cada vez que coinciden él se atraganta, tartamudea, se tropieza con algo o le tira algo por encima. Total que lo raro es que ella no acabe dando dos vueltas a la manzana con tal de no volver a cruzarse con semejante tímido.
El asunto es que casi acabando la película reúne el coraje suficiente para vencer su timidez y, finalmente, logra juntar las cuatro palabras necesarias para invitarla a cenar. La chica, cargada de paciencia, espera todo el tiempo con la sonrisa puesta, animándole, hasta que nuestro personaje consigue pronunciar su declaración. Y es justo en ese momento cuando se produce la escena que llamaría más mi atención. De repente el muchacho empieza a dar saltos de alegría, saltando y gritando, felicitándose por haber sido capaz de superar sus miedos y pedirle la cita. La chica extrañada e incrédula por lo sucedido, lo llama para decirle “Hey, pero que no te he contestado!”.
Para nuestro personaje la respuesta de la chica en ese instante fugaz eso es lo de menos. Lo importante es que lo ha hecho, ha vencido su miedo, ha superado su timidez, se ha atrevido. La respuesta de la muchacha puede ser sí o no (que desde luego es un buen SÍ), la cuestión es que se ha demostrado a sí mismo que podía, que ha sido capaz de hacerlo, algo que visualizaba en su interior como imposible.
Y sucede que la mayoría de las veces que nos sentimos mal con nosotros mismos es debido a cosas que no hicimos, a las que no nos atrevimos, a momentos en los que el miedo nos domino. Sin embargo, rara vez nos arrepentimos de haber intentado algo, aunque el resultado no fuera el esperado, o incluso contraproducente. Porque lo que nos mantiene fuertes, seguros de nosotros mismos, no son tanto los resultados que obtenemos, sino el convencimiento de que lo intentamos, de que fuimos capaces, de que pusimos lo mejor de nosotros en conseguirlo.
Al final, que consigamos a la chica o no, será secundario, aunque claro… si nos dice que sí, ¡será una gran victoria, doble gane!
Si a la hora de poner en marcha cualquier proyecto, de presentarnos a una entrevista de trabajo o de ser consecuentes con nuestras decisiones, nos dejamos llevar por esta creencia y pensamos que lo de menos es el resultado final, que lo que importa es la pasión, las ganas y el empeño que pongamos, el demostrarnos a nosotros mismos que fuimos capaces de intentarlo… nos liberaremos de nuestros miedos y seremos más felices.
Si luchamos por nuestros sueños, sea cual sea el resultado, siempre lograremos mantener a flote nuestra autoestima. Si por el contrario dejamos que el miedo nos paralice, la duda reinará eternamente en nuestro interior atormentándonos.
Porque un mal intento siempre es mejor que ninguno.