Cuenta la historia que tanto y tan duramente habían golpeado las adversidades a aquella familia que sus tres hijos se habían visto obligados a salir y buscarse el sustento, muchas veces incluso recurriendo a la mendicidad. Vagabundeaban de una ciudad a otra en busca de una oportunidad que nunca aparecía. Dormían en refugios improvisados con la vista puesta en el cielo para que las condiciones fueran clementes con ellos.
Una noche, mientras cenaban en una posada a las afueras del pueblo, se les acercó un anciano y les pidió permiso para sentarse con ellos. Mientras comían, conoció sus penurias y compadeciéndose de ellos les dijo:
– “Precisamente estaba buscando gente como vosotros. Resulta que tengo un campo aquí cerca, que heredé de mi padre, el cuál antes de morir me dijo que guardaba un tesoro. En mi juventud me dediqué a divertirme y ahora, aunque quisiera, ya no tengo fuerzas para ponerme a buscar ese tesoro. No tengo familia y siento que cuando muera el tesoro quedará perdido para siempre. Vosotros sois jóvenes, podríais aprovechar esta oportunidad. Os regaló el campo a condición de que empecéis la búsqueda inmediatamente.
Los tres hermanos, locos de alegría, pensando que por fin la suerte les sonreía, aceptaron sin rechistar. A la mañana siguiente, el viejo los llevó hasta el campo y tras desearles suerte se marchó. Era un campo grande, que había estado abandonado durante muchos años. La tierra estaba dura y llena de piedras y malas hierbas, por lo que el trabajo era agotador.
Pasados unos días de duro trabajo, y con las manos ensangrentadas, el hermano mayor tiró la azada con la que cavaba y dijo que no aguantaba más, que se marchaba. Los otros dos, siguieron con su trabajo. Llevaban removido más de la mitad del terreno cuando otro de los hermanos, desesperado, también decidió desistir. Intentó convencer a su hermano pequeño de que los habían engañado, de que aquel viejo loco se había burlado de ellos, y que estaban haciendo un esfuerzo inútil. El invierno está a las puertas, le dijo, y será duro. Pero el más pequeño de los hermanos decidió quedarse y finalizar el trabajo.
Pasó el tiempo y al quedarse solo el trabajo avanzaba con lentitud. Pasó el invierno y llegó la primavera y, el pequeño de los hermanos, aún continuaba buscando con la esperanza de ver aparecer el preciado tesoro. Finalmente a mediados de año, todo el terreno había sido removido. El joven ya casi había olvidado el objeto de su trabajo. Pero el viento de marzo había depositado en aquella tierra removida miles de semillas que, con las lluvias de abril, empezaron a germinar en aquella rica tierra tan profundamente labrada. Llegado el verano aquellas tierras produjeron una abundante cosecha, que el joven se afanó en recoger.
El hermano menor había encontrado por fin el tesoro prometido que aquel campo guardaba. Un tesoro inagotable que, con los cuidados adecuados, le duraría al joven toda su vida.