El anciano exclamaba:
¿Es justo hacernos morir de prisa y corriendo? Aguarda un poco, mi mujer no quiere que me vaya sin ella; me falta colocar a un nieto; tengo que añadir un ala a mi casa. ¡Cuán apremiante te muestras!
Entonces le contestó la muerte:
Anciano, no te he sorprendido. Sin razón te quejas de mi impaciencia ¿No has cumplido ya cien años? ¿A que no encuentras en tu colonia tres más viejos que tú?
Dices que debía darte algún aviso para prepararte a este trance, para que tuvieras el testamento hecho, el nieto colocado y la casa concluida.
¿No debiste darte por avisado al ver que ibas perdiendo fuerzas y sentidos? Faltó el paladar, faltó el oído; en ti todo parece que se va apagando, hasta son inútiles los beneficios que derrama el astro del día.
Te duele dejar bienes que ya no disfrutas. Muertos están, moribundos o enfermos todos tus amistades de infancia. ¿No son estas circunstancias, avisos para ti? Vamos pues, buen viejo, no te hagas el remolón. ¿Qué importa que dejes o no hecho el testamento?
Tenía razón la muerte: a esa edad deberíamos salir del mundo como de un banquete, dando gracias al anfitrión y preparando de buena gana la maleta de adiós.
Pero sucede que los que están casi muertos, son los que más temen a la muerte ¿o será a la vida?